*Mons. Jesús Castro Marte

Obispo de Nuestra Señora de La Altagracia

Sosegados los mares impetuosos de la recepción del Concilio Vaticano II y de la convulsa realidad sociopolítica de América Latina, entró un período de calma, así como una prometedora y entusiasta visión de futuro y esperanza que, lejos del ardor y la inquietud renovadora, perfilaba un nuevo estadio de la vida eclesial.

Podría decirse sin temor a mayores yerros que esta etapa estaba liderada por dos figuras del firmamento episcopal de la República Dominicana, Monseñor Juan Antonio Flores Santana y el Cardenal Nicolás de Jesús López Rodríguez, siendo este último en sus inicios un joven sacerdote que gozaba de la admiración del primero, pues lo hizo colaborador cercano de su labor pastoral, sobre todo en la promoción de los jóvenes, la familia y de la gran novedad pastoral de su momento, el liderazgo y protagonismo de los laicos, así como figura destacada de la curia diocesana, de la que fue su moderador.

En buena medida podría decirse que, detrás de la fuerza apostólica del Cardenal López Rodríguez, están el arrojo y la determinación de Monseñor Flores Santana con la causa social que abrazó la Iglesia, siguiendo el Magisterio Social de los papas y la fulgurante Doctrina Social de la Iglesia, que iluminó la praxis pastoral como concreción del compromiso cristiano con la transformación de la realidad, como postura de radical opción preferencial por los pobres.

El entonces obispo de La Vega, sucesor del valiente Monseñor Panal, fue el adalid de la defensa de los campesinos de la diócesis La Vega y lideró la lucha contra la extracción minera en Bonao y Cotuí, destacando que en ello no había tal desarrollo como se pretendía hacer creer, sino que sería la ocasión para atropellar a tantas comunidades campesinas, y cuyas consecuencias serían la deforestación de todas esas tierras.

El Padre López captó las señales y su preparación académica estuvo en sintonía con sus dos obispos, Monseñor Panal y Monseñor Juan Antonio Flores, la preocupación social, y por ello estudió ciencias sociales, precisamente en un tiempo en que la sociología campeaba como la gran aliada de las interpretaciones o lecturas de la realidad que busca hacer la Iglesia, para que, dócil al espíritu del Vaticano II, en concreto de su constitución pastoral Gaudium et spes, aquella pueda insertarse en el mundo de una manera vigorizante.

Solo esos tiempos pudieron templar a tan insignes hombres de Iglesia, cuya labor pastoral sigue gravitando en la esfera eclesial dominicana.

De Monseñor Flores Santana se destaca su férrea vida espiritual, como asceta aterrizado y místico elevado en las cuestiones materiales y espirituales del más acá del pueblo de Dios, su sólida formación doctrinal e intelectual, su reciedumbre personal y su espíritu de trabajo, verdadero cura de almas, apóstol de los sacramentos, padre de los pobres, maestro insigne del evangelio y hombre de Iglesia, gracias a su condición irrebatible de hombre de Dios y de la gente.

Esas condiciones dimensionaron el episcopado de Flores Santana aún más en la cúspide de su camino vocacional, desde el gobierno de una nueva jurisdicción eclesiástica, como primer Arzobispo de la Arquidiócesis de Santiago de los Caballeros, para sellar allí toda su labor con el distintivo de su propia vida pública y privada, la de un pobre sacerdote que vivió la alegría, fortaleza y autoridad de una vida religiosa, comprometida y austera.

Si Flores Santana fue un hombre eclesial, López Rodríguez desde sus inicios, como primer obispo de San Francisco de Macorís, será un hombre de mundo, abierto a las nuevas realidades temporales. Así pues, este, cual apóstol e intérprete de los signos de los tiempos, los supo mirar con gozo y también con esperanza.

La preocupación política siempre fue su punto fuerte. De joven, López Rodríguez sirvió de enlace entre la Iglesia y el Movimiento 14 de Junio, nacido en la sacristía de Tenares. La saga de su ardor social no era circunstancial ni advenediza, sino que era un don de origen y desarrollo remotos. Los grandes momentos de la vida nacional ofrecieron a esta naciente estrella la ocasión de demostrar de qué madera estaba hecha.

Como Arzobispo de Santo Domingo, el Cardenal López impulsó la puesta al día del Concilio y consolidó el compromiso eclesial de la Iglesia con la educación, promoviendo las universidades tanto católicas como laicas, así como el surgimiento de las escuelas técnico-profesionales bajo la modalidad de los liceos politécnicos. A nivel eclesial, aquel fue un abanderado de los nuevos movimientos y realidades eclesiales en tanto que promotor del laicado, y tuvo además una gran apertura hacia los institutos de vida consagrada.

Con una incidencia nacional desde los medios de comunicación, López Rodríguez puso en la palestra las inquietudes del comprometido discurso cristiano de la Iglesia Católica, y mostraba una acogida calurosa y fervorosa de las enseñanzas del magisterio de Juan Pablo II, para con quien supo hacer verdaderas manifestaciones de adhesión a la Sede de Pedro.

El Cardenal López Rodríguez tuvo un alcance internacional relevante, en primer lugar, como presidente del Consejo de los obispos de Latinoamérica y el Caribe (CELAM) y, en segundo lugar, desde su condición de miembro del colegio cardenalicio, perteneciendo a múltiples organismos de la Santa Sede y a diversas agencias eclesiales, y como legado del Santo Padre en eventos trascendentales de la vida de la Iglesia en distintas partes del mundo.

Los tiempos actuales nos permiten mirar el pasado reciente con un buen sabor de boca, en el sentido de tanto bien que el Señor supo hacer a través de estos dos colosos de la fértil historia eclesiástica dominicana.