Pbro. Isaac García de la Cruz

Es una grata fortuna descubrir que, desde la antigüedad hasta hoy, las grandes religiones han contado con la presencia sagrada femenina al más alto nivel de su fe y su creencia, en las cuales existen celebraciones y festividades indicadas, para el ámbito público y privado, de los calendarios litúrgicos de cada manifestación de fe.

En Egipto, por ejemplo, la Madre Isis, es veneraba como la reina y la diosa de todos los dioses; en la misma línea están las diosas sumerias, mesopotámicas e incluso en las religiones de la India, antes del hinduismo, donde se ofrecen cultos a la Madre Durgā, Gran diosa Madre del Universo o fuerza femenina divina del Hindú; en el budismo, se ofrece culto a Māyā, la madre biológica de Siddhāttha Gotama o Buda, pero también se veneran otras “divinas madres” o míticas, como son Guānyīn, que significa, “el que se ocupa de los llantos del mundo” y Tārā, “la Liberadora o la Salvadora”; en la mitología romana, Venus y en Grecia, Afrodita son las diosas de la belleza, la sensualidad y el amor; en Suramérica, se venera la gran deidad Pachamama y en el Caribe y la cultura taína, con nombres como: Atabey Yermao Guacar Apito y Zuimaco, se venera a la “señora de las aguas, de la Luna, las mareas y la maternidad”. Atabey concibió a Yúcahu, sin intervención masculina, por lo que era vista entre los taínos como “el principio femenino del mundo”.

En cuanto a las religiones cristianas, sus raíces están relacionadas con el judaísmo, donde Eva es reconocida como la primera mujer y, luego de ella, se exaltan a las “Santas mujeres”, modelos a seguir y, entre las cuales, Dios se escogería una madre para su Hijo. María, es presentada en los Evangelios como la elegida de Dios (Lc. 1,26), quien se pone en sus manos con total confianza, amor y humildad después de dar su “sí” al proyecto que se le está proponiendo. Los mismos Evangelios, que la muestran al inicio como “madre del Emmanuel”, al final la revelan también como Madre de todos los redimidos por su Hijo: “Hijo, he ahí a tu madre. Madre, he ahí a tu hijo” (Jn 19,26).

El Concilio de Éfeso (431d.C.) fue el punto de llegada y de partida para una consistente Mariología, donde se reconoció formalmente el rol de la Virgen María en la Historia de la Salvación: Madre espiritual de todos los cristianos, mediadora e intercesora ante Jesús (Jn 2); la Reforma Luterana elimina esta interpretación y le concede a María únicamente un papel histórico, sin culto ni más reconocimiento que haber dado a luz a Jesús, el Hijo de Dios.Hemos sobrevolado rápidamente por las maternidades sagradas más destacadas en la historia de las religiones; en la Iglesia Católica está muy claro que el rol de “María no fue [ser] un instrumento puramente pasivo en las manos de Dios” (Lumen Gentium, 56), tampoco ha sido proclamada como la que salva, ni interfiere con el papel reservado exclusivamente a Jesucristo, el Salvador y en quien “queda recapitulado todo lo creado” (Ef 1,3-23), por su sacrificio en la Cruz (Jn 19,16-42), sin embargo, “la Iglesia no duda en confesar [que] esta función subordinada de María, la experimenta continuamente y la recomienda a la piedad de los fieles, para que, apoyados en esta protección maternal, se unan con mayor intimidad al Mediador y Salvador” (Lumen Gentium, 62). Por eso, el culto a la Virgen en la Iglesia Católica siempre será de “veneración y amor… el cual se distingue esencialmente del culto de adoración tributado al Verbo encarnado, lo mismo que al Padre y al Espíritu Santo” (Lumen Gentium, 66).

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