La lujuria en su apogeo

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El Creador dotó a los humanos de dos apetitos fuertes, el estomacal para no morir de inanición, y el sexual para perpetuar la especie en el contexto del amor conyugal. Pero el pri­mero puede degenerar en gula, y el segundo en lujuria.

El vicio de comer se nota en la plaga de obe­sidad, y el vicio sexual salta a la vista en los no­ticieros diarios.

Desde hace décadas se ha ido creando la (in)cultura del desenfreno erótico. Hubo una época, por ejemplo, en que la gente iba a la pla­ya con traje de baño encubridor. Pero luego nació el bikini, y más atrás vino la tanga y el thong. Incluso para salir de casa, en otros tiempos las damas iban bien vestidas; ahora se “des­visten” para ir a trabajar o a fiestear.

Actualmente todo lo sexual se promociona. En tiempos no lejanos, las farmacias no exhi­bían los profilácticos como ahora. El usuario tenía que ir al fondo de la botica (como se ­llamaba entonces) y su­surrarle el pedido al farmacéutico.

En un pasado tampoco lejano, la TV no tenía canales pornográficos; eso ha cambiado. Y si alguien quería ma­terial indecente, tenía que buscarlo en tiendu­chas especializadas. Ahora las inmundicias audiovisuales llegan a domicilio por computadora y celular.

Se respira una atmósfera contaminada de in­citaciones a lujuriar. Eso explica que se multipliquen las infraccio­nes contra el sexto mandamiento, el de no fornicar.

No pocos políticos, empresarios y artistas se han visto implicados en episodios de descontrol sexual. La carrera polí­tica de algunos ha llegado a su fin por escándalos de adulterio u otro género de transgresión carnal.

Algunos se preguntan cómo ha llegado la lujuria hasta el clero. Parece que se han admitido en los seminarios a jóvenes no aptos para una vida célibe, por ha­ber estado muy expues­tos a la pornografía y haber vivido muy se­xualmente activos. Quizás no se han cribado bien los candidatos al sacerdocio y a la vida religiosa.

Téngase en cuenta, además, que todos vivimos en el mismo mun­do. También el clero respira la misma atmósfera lujuriosa que into­xica a toda la sociedad.

La castidad, por otra parte, es una virtud frá­gil que exige protección. Posiblemente ciertos ministros sagrados se hayan descuidado al no armarse bien de la parafernalia bélica que San Pablo detalla a los Efesios: “Tomad las armas de Dios para resistir en el día malo. Ceñid la cintura con la verdad, y revestid la coraza de la justicia; embrazad el escudo de la fe, poneos el casco de la salvación y em­puñad la espada del Espíritu que es la Palabra de Dios. Siem­pre en oración y súplica, velando juntos con constancia…” (cfr. Ef 6, 13-18).

Las faltas contra el sexto mandamiento son, además, un síntoma de que se ha quebrantado el primero de todos, el de amar a Dios sobre todas las cosas, viviendo siempre en su pre­sencia, orando día y noche.

Cuando Dios desapa­rece del campo visual de un ministro, se cuelan las tentaciones para llenar el vacío espiri­tual. Pero quien vive muy unido a Dios, no cae en pecados graves. Quizás resulten iluminantes estas palabras de San Juan: “Sabéis que Jesús se manifestó para quitar los pecados y en él no hay pecado. Todo el que permanece en él, no peca” (1Jn 3, 5-6).

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