por Eduardo M. Barrios, SJ

      A los comienzos de la Iglesia el martirio se consideraba la cumbre de la santidad cristiana.

      Pero al cesar las persecuciones, siglo IV, toma el relevo la santidad monástica, la de quienes radicalizaban su consagración bautismal mediante los consejos evangélicos de pobreza, castidad y obediencia. Algunos vivían en soledad, vida eremítica; otros en comunidad, vida cenobítica. Por castidad consagrada se entiende la renuncia al matrimonio, único ámbito de honesta satisfacción venérea, por seguir muy de cerca Cristo, sumamente amado, y   cooperar con Él  en la extensión de su Reino. Los monasterios se convirtieron no sólo en oasis de oración y estudio, sino también en centros culturales. Los monjes difundían conocimientos al escribir y copiar libros de ciencias sagradas y seculares. Entonces todo se publicaba en manuscritos; lejos se hallaba la imprenta.

      La maternidad virginal de María Santísima, la vida célibe de Jesús, y el ejemplo del apóstol Juan contribuyeron al aprecio de la virginidad. También San Pablo se presentó como célibe, y escribió unos versículos que reforzarían la creencia de que la vida virginal era el tipo más representativo de santidad eclesial: “El no casado se preocupa de los asuntos del Señor, buscando contentar al Señor; en cambio el casado se ocupa de los asuntos del mundo, buscando contentar a su mujer y anda dividido. También la mujer sin marido se ocupa de los asuntos del Señor, de ser santa en cuerpo y alma” (1Cor 32-34).

      Recordemos que el Cristianismo se abre camino en un mundo plagado de ideologías gnósticas que despreciaban todo lo material, incluyendo al matrimonio por implicar contacto físico íntimo. Algunos Santos Padres de la época patrística de oro (siglos IV y V), tales como San Basilio y San Jerónimo, promovieron con tanto vigor la vida celibataria que de hecho mostraron poco aprecio por el matrimonio. Ejemplo de ello es la Carta a Eustaquia de San Jerónimo.

      San Agustín se muestra más equilibrado en su visión positiva del matrimonio; quizás se deba a que tuvo un hijo, Adeodato, con una mujer con la que convivió por más de diez años. Con esa relación amorosa pudo intuir la bondad y belleza del amor conyugal.

      Como dato positivo merece subrayarse que los grandes santos siempre han advertido a las personas célibes  guardarse de la presunción y la soberbia: que no se crean mejores que los casados.

      Durante la larga historia de la Iglesia ha prevalecido la convicción de llamar “bonum” (bueno) al matrimonio, y “melius” (mejor) a la virginidad consagrada.

      El siglo XVI se despertó con una nueva versión del Cristianismo, el Protestantismo. Los protestantes exaltaron el matrimonio por encima de la virginidad. La respuesta del Concilio de Trento no se hizo esperar: “Si alguien dice que el matrimonio es superior a la virginidad, sea anatema” (DS 1810).

      Saltando al siglo XX, ciertos pensadores naturalistas condenaron la virginidad por considerarla dañina al cuerpo y a la mente. Sostenían que nadie puede realizarse sin actualizar sus facultades generativas.  Entonces el Venerable Pío XII escribió la encíclica “Sacra Virginitas” en 1954, reafirmando la doctrina tradicional al respecto.

      El evento eclesial culminante del siglo XX fue el Concilio Ecuménico Vaticano II.

      El Concilio dejó atrás la concepción del matrimonio como simple “remedium concupiscentiae” (remedio de la concupiscencia). “Los cónyuges cristianos, en virtud del sacramento del matrimonio, por el que manifiestan y participan del misterio de la unidad y del fecundo amor entre Cristo y la Iglesia, se ayudan mutuamente a santificarse en la vida conyugal y en la procreación y educación de los hijos,y, por tanto, tienen en su condición y estado de vida su propia gracia en el Pueblo de Dios” (LG 11).

      También el Concilio enfatizó la bondad de la vida religiosa. “La perfecta continencia por el reino de los cielos siempre ha sido considerada por la Iglesia en gran estima, como señal y estímulo de la caridad y como manantial extraordinario de espiritual fecundidad en el mundo” (LG 42).

      Los decretos conciliares sobre los sacerdotes (Presbyterorum Ordinis), y los seminaristas (Optatam Totius) alaban el celibato del clero latino con términos análogos a los referidos en favor del voto religioso.

      Sería preferible desistir del plantamiento teórico sobre qué santidad es superior, y descender a la praxis. Ayuda un versículo clave en San Pablo: “Cada cual tiene su propio don de Dios, unos de un modo y otros de otro” (1Cor 7, 7). Lo “superior” consiste en abrazar el estado de vida al que Dios llama.

      Y la enseñanza paulina de que los célibes se dedican más completamente a Dios se entiende como una oportunidad. Desgraciadamente, nunca han faltado sacerdotes y religiosos que no han aprovechado tan sublime oportunidad, y en vez de edificar al pueblo de Dios con una vida santa lo desedifican con comportamientos escandalosos.

      Hay laicos que viven más entregados y consagrados a Dios que muchos miembros del clero y de institutos religiosos.

      Perseveran felices en el matrimonio quienes lo asumen como una gran empresa moral. Los cónyuges cristianos deben estar dispuestos a practicar virtudes como la abnegación, la solidaridad, la humildad y la paciencia. En el matrimonio no todo es placer. Circunstancias de salud, de viajes y de espaciar nacimientos imponen períodos de abstinencia. Los casados cargan, además, con las cruces de las angustias económicas. También luchan juntos por educar a los hijos, tarea ardua porque cada etapa del crecimiento presenta sus retos. Y con frecuencia las relaciones con la familia política se presenta conflictiva, especialmente con las suegras (!)

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