Dijo Moisés al pueblo: “El sacerdote tomará de tu mano la cesta con las primicias y la pondrá ante el altar del Señor, tu Dios. Entonces tú dirás ante el Señor, tu Dios: “Mi padre fue un arameo errante, que bajó a Egipto, y se estableció allí, con unas pocas personas. Pero luego creció, hasta convertirse en una raza grande, potente y numerosa. Los egipcios nos maltrataron y nos oprimieron, y nos impusieron una dura esclavitud. Entonces clamamos al Señor, Dios de nuestros padres, y el Señor escuchó nuestra voz, miró nuestra opresión, nuestro trabajo y nuestra angustia. El Señor nos sacó de Egipto con mano fuerte y brazo extendido, en medio de gran terror, con signos y portentos. Nos introdujo en este lugar, y nos dio esta tierra, una tierra que mana leche y miel. Por eso, ahora traigo aquí las primicias de los frutos del suelo que tú, Señor, me has dado. “Lo pondrás ante el Señor, tu Dios, y te postrarás en presencia del Señor, tu Dios.” (Deuteronomio 26, 4-10)

El libro del Deuteronomio, del cual se nos ofrece la primera lectura para este domingo, recoge los 34 capítulos que cierran el Pentateuco, nombre que recibe el bloque de los primeros cinco libros de la Biblia, que también se conocen como Torá. Es, por consiguiente, la conclusión del largo relato que va desde la creación del mundo en Génesis 1,1, hasta la muerte de Moisés, en Dt 34. El texto actual del libro del Deuteronomio es el resultado de numerosas intervenciones de diversos autores durante un período de tiempo muy largo. Por eso se habla de una “escuela deuteronomista” responsable de la redacción de la obra. Se trata de una especie de bisagra literaria que une los cuatro primeros libros de la Biblia y la historia de la conquista y establecimiento del pueblo judío en la Tierra Prometida que comienza a narrarse en el libro de Josué.

En realidad, todo el libro del Deuteronomio pretende ser la narración del último día de la vida de Moisés, donde este pronuncia tres largos discursos y una bendición. La opinión más difundida entre los especialistas es que “el Deuteronomio contiene los discursos de despedida de Moisés, y los pasajes narrativos tienen el objetivo fundamental de informar sobre las circunstancias de esos discursos” (Jean-Louis Ska). Tenemos así un libro compuesto por el tejido de dos géneros literarios: narración y discurso. Este mismo autor sostiene que tal vez habría que ver esos “discursos de despedida de Moisés como un testamento que compromete públicamente al pueblo a mantenerse fiel a su Dios”, después de la muerte de Moisés. La gran tesis de este autor es que el pueblo se mantendrá fiel “a su Dios” si recibe como herencia y auténtico sucesor de Moisés la Torá. Ska concluye un agudo estudio sobre este asunto diciendo: “el Deuteronomio es el testamento de Moisés, quien, antes de su muerte, pide insistentemente al pueblo de Israel lealtad a la alianza y, en particular, fidelidad a la Torá, que será su único verdadero heredero y sucesor”.

En lo que concierne al texto que encabeza este escrito nos encontramos con la descripción de una liturgia para hacer la ofrenda de las primicias cuando el pueblo se haya establecido en la tierra prometida. Fíjate, amigo lector, en las últimas líneas del texto. El israelita que lleva la cesta con los frutos de la cosecha, al entregarla al sacerdote, confiesa su fe culminando con estas palabras: “Por eso, ahora traigo aquí las primicias de los frutos del suelo que tú, Señor, me has dado”. Por eso este texto es conocido como “pequeño credo histórico” de Israel (Gerhard von Rad). Síntesis de lo que es la religión bíblica.

¿Qué se persigue con esta confesión de fe en el contexto de una liturgia y la recolección de los primeros frutos cosechados cada año? Se busca que el agricultor -y todo el mundo lo era en ese tiempo-, después de la cosecha, reflexionara sobre su origen. Tendrá que recordar que la tierra que habita, que le da el sustento a él y a su familia, es un don de Dios que tiene una larga historia. Ya no es el arameo errante que vagaba sin rumbo fijo y que en algún tiempo estuvo esclavizado en Egipto, como ocurrió con sus antepasados. Confesará que su historia comenzó con un antepasado fugitivo, expuesto a la desaparición sin rastro: “Mi padre era un arameo errante…”.

Con su ofrenda, el israelita expresa que está en deuda con el Dios que le ha dado todo, especialmente la tierra. De ese Dios ha recibido todo lo que le ha permitido llegar a ser lo que es, por eso muestra su agradecimiento ofreciendo parte de lo cosechado. Impresiona, además, cómo el pueblo de Israel une las fiestas agrícolas (recolección de los primeros frutos de las cosechas) y la memoria histórica (sus orígenes como pueblo) para que resulte una celebración litúrgica al único Dios, creador y conductor de la historia.

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