Por: Reynaldo R. Espinal

rr.espinal@ce.pucmm.edu.do

Si de algo está consciente la humanidad actual, lección que, desde luego, ha debido aprender a golpe de muchos sinsabores y no pocos tropiezos, es que el desarrollo personal y social es más que crecimiento económico.

Plantear una concepción integral del desarrollo, supone, por tanto, preguntarse por los valores que dan al mismo fundamento y consistencia. ¿Y acaso sería esto posible sin abordar con sinceridad y responsabilidad el rol insustituible que juegan en ello la familia y la educación?

Con notable acierto, el Concilio Vaticano II definió a la familia como “la primera escuela de humanismo”.  A este respecto, y aunque se ha repetido hasta la saciedad, preciso es reiterar una lección básica de psicología del desarrollo evolutivo, conclusión a la que se ha llegado después de los valiosos estudios del notable psicólogo Jean Piaget y otros destacados especialistas.

Conforme sus sólidas teorizaciones, durante los primeros años de su crecimiento, es decir, entre 1 y 6 años, edad en la que   va forjando las bases de su personalidad y su desarrollo moral , el niño no está aún en capacidad de comprender y asimilar conceptos de forma abstracta. Digamos, por tanto, para ser más precisos, que si en esta etapa vital pretendemos darle grandes y elevados sermones sobre lo que es el respeto, el amor, la bondad o la justicia, penosamente estamos perdiendo nuestro tiempo.

En otras palabras, en dicha edad los niños aprenden valores e internalizan comportamientos a través de las actuaciones de los adultos. De esto se desprende que si queremos trabajar en la formación integral del niño desde la infancia, precisamos que el mismo pueda contar con referentes sanos y coherentes, comenzando por los padres y los maestros, sobre quienes recae la alta responsabilidad de modelar conductas que afiancen ideas, sentimientos y convicciones para orientar una convivencia sana y feliz.

Volviendo a una idea planteada al inicio del presente artículo, específicamente la idea de desarrollo, vemos que dicho concepto, en su enfoque actual, tiene apellido. No se habla sólo de desarrollo, sino de “desarrollo humano” y así lo ha acuñado la Organización de las Naciones Unidas (ONU).

Es decir, se reconoce, que no todo desarrollo es legítimo ni es ético. Que, para ser verdadero y auténtico, debe promover y defender el respeto a la persona humana desde la concepción hasta la muerte; que de nada nos sirve alcanzar determinados niveles de bienestar material si se erosionan las bases de la paz, de la fraternidad, el orden y la convivencia; que, a fin de cuentas, de nada sirve el tener, en cualquier dimensión, si no cultivamos el ser.

En esta tarea tan desafiante como impostergable, familia y escuela han de caminar indisolublemente unidas. Cierto es que la realidad actual dista mucho de aquella en la que era tan notoria la fortaleza de ambas instituciones y su actuar mancomunado, pero ¿donde, sino en ellas, encontrará el ciudadano en formación la luz y el estímulo para orientar su andadura vital?

En lo que refiere al inapreciable valor de la paz social, hoy crece cada vez más la conciencia de que la misma, más que algo dado, es un valor que debemos construir. Es un bien frágil, amenazado continuamente por estructuras injustas que a lo largo de la historia han ido tomando cuerpo.

A este respecto, todos recordamos la inolvidable frase acuñada por el Papa Pablo VI en la encíclica “ Populorum Progressio”, cuando afirmaba que “ el desarrollo es el nuevo nombre de la paz”, desarrollo entendido, como ya expresáramos, asumido en toda la amplitud de su significado; desarrollo cimentado en valores, que sólo desde la escuela y la familia pueden ser sólidamente edificados.

Dios permita que a la luz de estos postulados, se afiance la conciencia, nacional e internacional, en sus diversos estamentos de responsabilidad, de que si queremos una sociedad más desarrollada, sana y pacífica, no existe camino más idóneo que promover la familia y la educación. Todo lo demás, es edificar sobre arena movediza.

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