En los ojos del Naza­reno encontró la mirada de la misericordia

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Se me ocurre pensar que los tres textos que la liturgia de la Palabra nos propone para este domingo nos invitan a tener otra mirada sobre la rea­lidad. En la primera lectura se nos invita a dejar de mirar el pasado para dedicarnos a mirar hacia delante y descubrir así lo novedoso que Dios hace brotar en nuestra vida: “No se acuerden de las cosas pasadas, no piensen en las cosas antiguas; miren que realizo algo nuevo; ya está brotando, ¿no lo notan? Pablo, en su carta a los fili­penses nos cuenta su experiencia cuando empezó a ver la vida con otros ojos: “Por él (Jesús) lo perdí todo, y todo lo considero ba­sura con tal de ganar a Cristo”. Y el Evangelio no se queda atrás. Nos propone revisar nuestra mirada hacia los demás tomando como ejemplo a una mujer que ha sido puesta “en medio de todos”, como para que no se escape a la mirada de nadie.

En efecto, la mujer que es sorprendida en flagrante adulterio había sido vista con la mirada del deseo y de la condena (A. Pronzato). De repente se descubre siendo mirada con otros ojos. Unos que dejan transparentar la pureza del corazón de quien mira. Nunca se había experimentado mirada de esa forma. Su mirada mie­dosa de repente se cruza con otra compasiva. Quien la mira así es Aquél de cuyos labios salen las palabras más alentadoras nunca antes escuchadas por ella: “Yo tampoco te condeno. Anda, y en adelante no peques más”. En este encuentro se hace palpable aquello que decía la filósofa de raíces judías, Simone Weil: “lo que salva es la mirada”.

El relato termina insinuando que el regalo de la salvación es anterior a la conversión. Esto me hace pensar, una vez más, en que la salvación no depende de nuestros méritos, sino de la iniciativa divina. Solo después de decirle “tampoco yo te condeno” es que Jesús la exhorta a no pecar en adelante. Es el “primerear” de Dios que tantas veces nos ha recordado el papa Francisco.

Además de estas tres mira­das, la de los acusadores hacia la mujer, la de la mujer hacia Jesús y la de Este hacia ella, tenemos que pensar en otras dos: la de los escribas y fari­seos hacia Jesús y la de Él hacia ellos. La mirada de los primeros hacia el segundo es una mirada “tramposa”. El propio texto nos lo dice: “Le preguntaban esto para comprometerlo y poder acusarlo”. La de Jesús hacia ellos tiene un doble aspecto; co­mienza siendo una mi­rada indiferente (“Jesús, inclinándose, escribía con el dedo en el sue­lo”) para luego convertirse en una mirada ­severa. Sus palabras no po­dían ser más reveladoras: “El que esté sin pecado, que tire la primera piedra”. Con esta afirmación el Maestro de Nazaret provoca la dispersión de quie­nes se creían intacha­bles. Al ver reflejados, como en un espejo, sus propios pecados en el pecado de la mujer, quienes llegaron formando un grupo compacto terminan esfumándose como el humo.

Digámoslo una vez más: lo que salva es la mirada. Solo el pueblo que es capaz de ver los renuevos que brotan del de­sierto (primera lectura) podrá descubrir la novedad que Dios le trae y que anuncia el profeta. Una mirada atenta puede hacer que nos abramos a la sorprendente creatividad divi­na. Es lo que sucedió en la ex­periencia del Dios de Jesu­cristo que nos cuenta Pablo. Este apóstol se abrió a lo que era desconocido para él, dejándose sorprender por Dios. Desde entonces pudo comprobar que todo el camino hecho anteriormente no podía compararse con lo nuevo que se hacía presente en la persona de Jesús. Y la mujer del Evan­gelio es salvada gracias a que su mirada se encontró con la de Jesús. En los ojos del Naza­reno encontró una mirada jamás vista por ella, la mirada de la misericordia. Ella sí notó que Dios podía hacer brotar cosas nuevas.

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