Desde que recuerdo

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V

 

Las cosas que marcaban nuestra vida de familia en ese tiempo eran, principalmente, escuela, trabajo, ora­ción y juego.

Antes del amanecer, papá rezaba el Avemaría (el An­gelus) y a veces el Rosario; después se iba a la cocina a colar el café. Cuando ya hubo radio en casa, oíamos desde la cama repicar el cuatro en un programa llamado Guateque Campesino, música mayormente cubana. Más adelante pondría El despertar del cristiano u otro programa religioso. Al medio día se rezaba de nue­vo el Avemaría, lo mismo que en la tardecita (hacia las seis). Por la noche se rezaba el Santo Rosario, de rodillas en el suelo de arena, y ¡pobre del que se dormía!

La Misa del domingo era sacratísima, y no había ex­cusa para no asistir, salvo enfermedad; si se llegaba tarde (después del Evange­lio), no valía para cumplir con el precepto. No importaba cómo estuvieran los ca­minos; cuando llovía eran un desastre, especialmente en los pantanos, como el famoso de Ramón Camilo, que había que desechar completamente. Precisa­mente un domingo se atascó un camión cargado de yuca en este pantano. Escuchá­bamos repetidamente los ronquidos del motor, tratando de salir, pero no lograron sacarlo del lodo. La gente dijo que era un castigo, por­que no respetaron el domingo. Repartieron yuca a todo el que quiso, y aun así tuvie­ron que dejar el camión has­ta que el camino se secara un poco (se oreara). El lodo era tan fuerte, que había que lavar las patas de los anima­les rápidamente, pues si se dejaba secar, les arrancaba los pelos haciéndoles sangrar las patas.

En el mes de mayo presentábamos las flores a la Virgen, capitaneados por las tías Beatriz e Inés, en su casa (la de los abuelos paternos). “Estas flores que presento, para ti yo las busqué; recíbelas, María, colócalas a tus pies”. “Venid y vamos todos, con flores a porfía, con flores a María que ma­dre nuestra es…”. Mientras cantábamos, íbamos en fila, descalzos sobre el suelo de arena, a dejar las flores ante la imagen de la Virgen. ¡Qué tiempos tan bonitos!

Las fiestas de San José se celebraban sin fallar. “El que anhele alcanzar dulce vida, a José le encomiende su suer­te… Y su auxilio eficaz siempre pida.” (Cuando pequeño pregunté qué cosa era un quianele, pues no conocía la palabra anhelar con la que inicia este canto; la gente decía el quianele alcanzar…). Todavía resuenan retazos de las melodías de esas fiestas, y veo a mi tía Beatriz afa­nando en su pre­paración. “Por aquel dolor tan gran­de que sufriste en Nazaret, oye nuestras oracio­nes, venturoso San José;” así decían los dolores y gozos que se cantaban en las novenas.

 

 

 

 

Todas las hijas de María vestidas de blanco, con sus cintas azules al cuello, con la medalla de la Virgen Mi­lagrosa. (Estas prácticas acarrearon algunas dificultades a los Padres canadien­ses, Misioneros del Sagrado Corazón, de Licey; como no dominaban las preposicio­nes del castellano, invitaban a las muchachas a venir en cinta (en vez de con cinta). Gracias a Dios, las jóvenes se reían y corregían la ex­presión que en ese tiempo era la forma común para decir embarazada). A pesar del respeto, se hacían bromas acerca del modo como los Padres canadienses pronunciaban algunas palabras (la gente decía que cuando invitaban a mandar los niños a la doctrina, sonaba muy semejante a letrina…).

Los cruzaditos también íbamos de blanco, con nuestras capitas de raso, azul añil; se amarraban bajo el cuello con dos cordones terminados en una bolita metálica en forma de cascabel.

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