El silencio del Padre

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Es consciente de que su hijo tiene que hacer su propio camino, así lo lleve a la deriva y algún día lo traiga de vuelta a casa

Hoy se nos regala como Evangelio la hermosísima parábola del padre misericordioso. Lo más sorprendente de él es que solo habla dos veces en todo el relato. Guarda silencio ante la libertad –(“un deseo a la deriva”, lo ha llamado José Tolentino Mendonça)- que muestra su hijo menor y la envidia (“patología del deseo”) del hijo mayor. Solo pronuncia palabras cuando expresa su alegría e invita a ambos hijos a que celebren juntos una fiesta familiar. El padre mira a cada uno con una mirada diferente y a nin­guno reprocha su actitud. En eso consiste el amor: dejar ser al uno e invitar a ser mejor al otro.

En la primera parte de la parábola, el padre “deja ser” al hijo menor. Al pedir la herencia expresa su deseo de autonomía y libertad, quiere hacer su propio camino. No es el más loable y conveniente, pero es su camino. Mientras tanto el padre calla. Pronzato lo llama “el silencio del amor”. Un silencio que brota del respeto a la libertad del otro. En esta primera parte del relato se nos revela “la necesidad de libertad del hijo más joven –señala Mendonça-, sus sueños sin fundamentos, sus pasos falsos, la fantasía de omnipotencia, su incapa­cidad de conciliar deseos y leyes”.

Tengamos en cuenta que el problema del hijo menor no está en que pretenda hacer con total autonomía y libertad su propio camino. Cada uno debe tomar la vida en sus propias manos y vivirla de forma autónoma. El problema está en la ruptura que hace con su padre. Sobrepone la bús­queda de bienestar y placer al amor del padre; un padre que accede a cum­plir su petición con un escandaloso silencio. Es consciente de que su hijo tiene que hacer su propio camino, así lo lleve a la deriva y algún día lo trai­ga de vuelta a casa. El hijo menor desea ser feliz, pero haciendo solo el camino que lleva a esa felicidad. Cuando eso ocurre solo se llega a la locura o a la barbarie.

La reacción del hijo mayor al tener noticia del regreso de su hermano nos revela “sus expectativas enfermas, su dificultad de vivir la fraternidad, la pretensión de condicionar las decisio­nes del padre, el rechazo del gozo por el bien del otro”. Aunque este se queda en casa del padre no ha sabido valorar la forma en cómo el padre se relaciona con él. Su problema es la envidia. “La envidia es una falta de amor, una reivindicación estéril e infeliz. La envidia es un sentimiento perjudicial en relación a otro que posee o goza de algo y en esto surge un impulso envidioso de eliminar o destruir la fuente de ese gozo”. No me canso de decir que la envidia consiste en que una persona se siente mal porque a otra le van bien las cosas.

¿Y del padre, qué podemos decir? A lo mejor su silencio nos invita a que nosotros también contemplemos su comportamiento de manera silenciosa. “A los ojos del padre, un hijo es un hijo y nada más, por ello, por la inmensa compasión que siente, el padre es capaz de salir y abrazar al hijo perdido, restituirlo a la intimidad de la casa; porque en él despierta la compasión, hay un exceso de misericordia. Y Dios nos dice: la misericordia es el arte necesario para salvar una vida, la misericordia es un camino que todos debemos aprender”.

El padre invita a la contemplación silenciosa de quién es Dios y cómo actúa. Y como Dios es insondable, siempre que nos acercamos con mirada contemplativa a este relato descu­brimos nuevos detalles. Por eso pode­mos considerarlo, sin temor a equivocarnos, el cuadro central de la galería del Nuevo Testamento.

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