Monseñor Freddy Bretón Martínez •
Arzobispo Metropolitano de Santiago de los Caballeros

Hice la consagración de la Diócesis al Corazón In­maculado de María el 7 de enero de 2001, siguiendo la recomendación del Santo Padre Juan Pablo II, que ya lo había hecho  en Roma el 8 de octubre del 2000. Para ello incluso utilicé, adaptándola a la Diócesis, la oración empleada por él. Hicimos esta consagración en la Catedral de Baní y también en el templo parroquial de N. S. de la Conso­lación, en San Cristóbal.
Al terminar dicho acto en esta iglesia, se me acercó un sacerdote que visitaba la Diócesis y me dijo: “Usted quiere mucho al Papa”. Para añadir de inmediato: “Cla­ro, lo hizo obispo…”. Y esto me lo dijo con una cara muy pícara; pero no lo cul­po, pues no sé si tenía otra.


Como yo estaba bien confesado ese día (salía, además, de una Eucaristía), lo miré fijamente y le dije: “En mi familia se aprendía desde niño a querer al Papa y a rezar por él todos los días”. El sacerdote se sintió entonces un poco confun­dido con mi respuesta, y guardó silencio.


Todas las noches, arro­dillados en la arena, a rodi­lla pelada, oíamos decir a quien dirigía el Rosario: “Por las intenciones del Su­mo Pontífice…” y se rezaba un Padrenuestro y una Ave­maría.


No olvido la conmoción que causó la muerte del Papa Pío XII (9 de oct. del 1958) en mi padrino José Eugenio Torres y en mi pa­dre. Yo iba con mi padre, por el camino; y padrino, desde su conuco, comentaba con él la recién acaecida muerte del Papa. En mi mente de muchacho, las ex­presiones de mi padrino eran algo así como si se acabara el mundo. Tan grande era el amor de esa gente al Santo Padre, y la gran admiración que sentían hacia el Papa Pío XII (Eu­genio Pacelli. Papa 1939-1958).
Mientras estudiaba en Roma tuve la dicha de saludar dos o tres veces al Papa Juan Pablo II. Al menos re­cuerdo una audiencia que concedió a los alumnos del Colegio Pio Latinoameri­cano y también con ocasión de la ordenación episcopal de Mons. Francisco José Arnáiz y Mons. Ramón De la Rosa (6 de enero de 1989).


En diciembre del año 1999, casi recién llegado a Baní, aunque no me corres­pondía todavía, la Confe­rencia del Episcopado Do­minicano me invitó a ir con los obispos a la visita ad límina (al umbral de los Apóstoles), que deben ha­cer los Obispos de todo el mundo, por turnos, cada cinco años aproximadamente.

La Conferencia en pleno había sido invitada a celebrar la fiesta de San Dal­mazzo, patrono de la tierra de origen del Padre Fantino, en la ciudad italiana llamada Borgo San Dalmazzo, Diócesis de Cuneo, hacia el norte, no lejos de la frontera con Francia. A pesar del hielo en las calles y del frío, fue un encuentro inolvida­ble. (Visita reseñada en la página 13 del periódico La Guida, de Cuneo, del vier­nes 3 de diciembre del año 1999). En el almuerzo que nos dio el Ayuntamiento (que duró incontables ho­ras, con incontables platos) nos sirvieron lumache, es decir, babosas en su caracol; nos ponían un clavo de cabeza cuadrada –como los que se usaban cuando yo era niño– para sacarlas del caracol. Yo no me atreví a probar ni una, pero tomé uno de los clavos, como souvenir.


Entré a la audiencia con el Santo Padre con Mon­señor Príamo Tejeda, Pri­mer Obispo de la Diócesis de Baní. Ya era notable la rigidez facial del Santo Padre. De inmediato éste expresó que Mons. Príamo le parecía muy joven para ser obispo emérito. Y como vi que insistía un poco en ello me apresuré a mencio­nar algunas de las enferme­dades por las que Monseñor tuvo que dejar la Diócesis de Baní. De inmediato pasé a contarle algunas cosas de mi inicio en la Diócesis, y al referirme al énfasis que ha­cía yo en la promoción y consolidación del amor a la Iglesia, me repitió: “Apos­tolicidad, apostolicidad”. Y su expresión me caló profundamente.

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Después de mi regreso, la Diócesis de Baní como toda la Iglesia seguía con vivo interés la evolución de la salud del Santo Padre, orando constantemente por él. Y este clamor a Dios se intensificaría con la noticia de su muerte.


En esa visita ad límina me tocó ir con un grupo de los obispos dominicanos a la Congregación Para la Doctrina de la Fe, cuyo Pre­fecto era el Cardenal Rat­zinger. Él mismo nos reci­bió, y respondió todas nuestras preguntas con un trato sumamente amable.


Ha de saberse que no todos tienen este don, pues en algunas congregaciones en Roma, yo he echado de menos esta suavidad. Por eso, cuando el Cardenal Ratzinger salió electo Papa y se desató en la prensa aquella aviesa campaña que pretendía presentarlo como un ogro, me sorprendió y pensé qué fácil es hablar sin conocer. Por eso escribí una pequeña circular a toda la Diócesis de Baní, diciendo alguna palabra respecto a la falsedad de dicha imagen, y pidiendo oraciones por él. 

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