La Navidad llega con luz, aguinaldos y una escena que parece sacada de una postal perfecta: el Niño Jesús, María, José, los animales bien portados y un silencio casi celestial. Pero la liturgia, que no vive de fantasías, nos baja rápido a tierra: Navidad, Sagrada Familia y Santos Inocentes, todo seguido, todo junto, todo real.

Dios nace… y la vida no se vuelve automáticamente fácil. Celebramos que el Verbo se hace carne, pero apenas pasan horas y ya estamos hablando de una familia que huye, de un padre que protege como puede, de una madre que guarda silencio y confía, y de niños asesinados sin nombre ni tumba. La Iglesia no endulza el misterio. Nos dice claramente: Dios entra en la historia tal como es, no como quisiéramos que fuera.

La Sagrada Familia no es “el modelo” porque todo les salió bien, sino porque Dios estuvo en medio de lo frágil. No hubo cuna de oro, ni estabilidad económica, ni seguridades. Hubo fe, obediencia y una confianza que se sostuvo incluso cuando no se entendía nada. José no tuvo todas las respuestas; tuvo sueños y valentía. María no tuvo explicaciones completas; tuvo un “hágase” que la acompañó hasta el fondo.

Y luego vienen los Santos Inocentes, que este año, debido a que coincide en domingo, y justo es la fiesta de la Sagrada Familia, no se celebra, pero está ahí para recordarnos algo incómodo: la Navidad no elimina el mal de un plumazo. El Niño que nace provoca miedo en los poderosos. La Luz molesta, y hay vidas inocentes que siguen pagando el precio de un mundo que no quiere a Dios.

Pero ahí está el punto clave: Dios no se echó atrás. No canceló la encarnación. No dijo “mejor vuelvo después”.

Se quedó. Lloró. Creció. Caminó en medio de una historia herida. Por eso la Navidad no es evasión; es compromiso. No es un paréntesis bonito; es una declaración radical:

“Dios entra donde duele, se queda donde cuesta, y salva desde dentro.”

Así que sí: todo en uno: Luz, familia, dolor, esperanza. Porque así es la fe cristiana: Dios con nosotros… incluso cuando la realidad no se detiene.

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