Padre Jimmy Drabczak
En la noche de la Navidad ocurrió algo que no solo transformó la historia de la humanidad, sino que estremeció al cielo entero. El Evangelio nos habla del silencio de Belén, de una gruta pobre, de un Niño acostado en un pesebre, de pastores sorprendidos y de una Madre que guarda todo en su corazón. Pero hay una dimensión que a menudo pasa desapercibida: lo que sucedió en el mundo de los ángeles.
Para los seres humanos, la Navidad fue una sorpresa. Para los ángeles, fue un misterio más grande que la creación del mundo.
Ellos habían visto nacer las estrellas y habían cantado la gloria de Dios, desde el principio de los tiempos, pero jamás habían visto algo semejante: Dios hecho Niño. San Pedro dirá que existen realidades en las que “los ángeles desean profundizar” (1 Pe 1,12). El misterio de la Encarnación supera incluso su inteligencia.
Los Padres de la Iglesia afirmaban que, en el instante del nacimiento de Cristo, el cielo contuvo el aliento. Aquel a quien los ángeles adoraban proclamando “Santo, Santo, Santo”, yacía ahora indefenso en los brazos de una joven madre. El Creador del universo necesitaba cuidado y protección. Para los ángeles, esto fue asombro y silencio reverente.
El arcángel Gabriel proclamó palabras inmensas: “El Espíritu Santo vendrá sobre ti”. Pero incluso él tuvo que contemplar cómo el Verbo eterno entraba en el tiempo. Los ángeles conocían a Dios como Rey; no lo conocían aún como Niño.
Cuando se aparecen a los pastores, no explican: anuncian alegría y cantan: “Gloria a Dios en el cielo y en la tierra paz…”. Por primera vez, su canto mira también al hombre. Y no entran primero en el establo: llegan antes los pastores. Los ángeles señalan el camino, pero son los hombres quienes se arrodillan ante el pesebre.
El Evangelio no dice que los ángeles hablarán en el establo. Hay silencio. En los iconos orientales, inclinan la cabeza: el misterio es demasiado grande para las palabras. San Agustín escribió que en Belén vieron algo que jamás habían visto: vieron a Dios dormido.
La tradición conserva una historia sencilla: una anciana pobre llevó al pesebre una manzana golpeada, lo único que tenía, y la puso a los pies del Niño. La leyenda dice que brilló y que los ángeles se inclinaron aún más, no ante el objeto, sino ante el gesto. Porque ellos no pueden ofrecer desde la pobreza; el hombre sí.
Los ángeles siguen maravillados ante la Encarnación. Cada Eucaristía y cada gesto humilde ofrecido con amor prolongan Belén. Como escribió santa Teresa de Ávila: “En la oración, el cielo se inclina hacia la tierra”.
Que esta Navidad nos encuentre capaces de ofrecer al Niño Jesús, incluso lo poco que somos. Que el Niño nacido en Belén llene tu hogar de paz, tu corazón de luz y tu vida de esperanza. Que los ángeles custodien tus caminos.
¡Feliz y santa Navidad! Que el Dios hecho Niño te bendiga hoy y siempre.




