Manuel Pablo Maza Miquel, S.J.

En el Antiguo Testamento, Israel recibió el mandato de no representar al Señor de ninguna manera (Éxodo 20, 4 – 6). El verdadero Dios supera toda representación. En el Nuevo Testamento acogemos la revelación de Dios en Cristo. Jesús de Nazaret pudo decir: “Quien me ve a mí ve al Padre” (Juan 14, 6 -14). Ya no hay peligro de mal representar a Dios, Cristo es la imagen perfecta del Dios invisible (Colosenses 1, 15). Los primeros cristianos representaron con imágenes los símbolos de la fe y a Jesús como el buen pastor. Basta visitar las catacumbas de Roma. 

Los seguidores de Mahoma prohibieron toda imagen. Ante la presión de los musulmanes, León III Isaurio (717 – 741), emperador cristiano bizantino, prohibió las imágenes y su veneración. Para ello, reunió un concilio en Hierea en el 754. 

Pero le salió mal, pues los cristianos partidarios del culto a las imágenes, devoción tan antigua como el cristianismo, pudieron mostrar que el concilio de Hierea no representaba a la universalidad de la Iglesia, no era ecuménico. Tampoco había sido aprobado por ninguno de los otros cuatro patriarcados: Roma, Alejandría, Antioquía y Jerusalén. 

Esos patriarcas garantizaban que la verdadera fe de la Iglesia es católica, es decir, universal e independiente de las agendas de los emperadores. La palabra “católico” es mucho más noble que el nombre de una determinada Iglesia. Se refiere a la totalidad y significa creer: “lo que se ha creído siempre, por todos, en todas partes” según Vicente de Lerins († 450). 

Los cristianos que veneraban las imágenes por lo que ellas representan sostenían que “la Iglesia no se identifica con el Imperio bizantino y con Constantinopla; solo en los cinco patriarcados se expresa la universalidad de la Iglesia expandida por todas las regiones de la tierra”.

Cuando en el 787 se reunió el II concilio de Nicea denunció que el concilio imperial de Hierea no era legítimo, porque: “ni el papa romano ni los obispos que le rodean han intervenido, ni por medio de legados ni por medio de una carta, como es ley para los concilios. Pero, además, tampoco los patriarcas de Oriente, de Alejandría, de Antioquía y de la Ciudad Santa [Jerusalén] han dado su aprobación” (Shatz,1996, El primado del papa, 91 – 92). Lo universal derrotó la mentira interesada de un emperador cobarde.