La condena de los tres capítulos (553).

Manuel Pablo Maza Miquel, S.J.

Una segunda controversia dañó las relaciones entre Roma y Constantinopla. Desde el año 536 Roma se encontraba bajo la autoridad del emperador bizantino, situación que continuaría ¡por dos siglos!

El Emperador Justiniano no cejaba en su intento de reconciliación con los monofisitas. Para ese fin, organizó la condena de tres de los acérrimos enemigos del condenado patriarca Nestorio, a saber: Teodoro de Mopsuestia, Teodoreto de Ciro e Ibas de Edesa, teólogos antioquenos, defensores de la humanidad de Jesús de Nazaret.

Para ello, tenía que ganarse al papa Vigilio (537 – 555). El papa condenó a estos tres teólogos (de ahí, los tres capítulos) en el “Iudicatum” (548). Pero la condena desató tal indignación en Occidente, que dio marcha atrás en el “Constitutum” (553).

El Emperador convocó en el 553 el concilio II de Constantinopla. Como la junta electoral de Maduro, sus miembros eran todos títeres suyos, enemigos de los tres capítulos. Tan acelerado andaba el concilio que hasta ¡excomulgó al papa Vigilio! El papa acabó aprobando la condena de “los tres capítulos”.

La respuesta no se hizo esperar. Los obispos del norte de África excomulgaron al papa. Las provincias eclesiásticas de Milán y Aquileya, ambas en Italia, rompieron la comunión con Roma. Milán la recuperaría 50 años después, para Aquileya hubo de esperar al año 700. Los obispos de las Galias adversaron el fallo del concilio II Constantinopla y España nunca lo aceptó como ecuménico durante la Alta Edad Media. La autoridad del papado en el terreno doctrinal había sido cuestionada.

Lo mal que había quedado el papado se aprecia en una carta del misionero Columbano al papa Bonifacio IV (608 – 615). Le expresaba su pesar, porque la “sede apostólica no guarde la fe católica”. En lugar de presidir la Iglesia, el papa se había convertido ¡en su cola! Sedes más jóvenes juzgarán a la sede de Pedro, porque “han permanecido en el celo de la fe verdadera”.

Los papas sucesores se vieron obligados a una difícil maniobra: de un lado, defender al concilio II de Constantinopla de la acusación de herejía y del otro, mostrar que no se había traicionado al concilio de Calcedonia (451). Schatz sostiene: “el problema que este concilio planteó al papado sigue todavía hoy sin haberse resuelto satisfactoriamente” (El Primado del Papa, 1996: 88 – 89).