Manuel Pablo Maza Miquel, S.J.
Siguiendo a Klaus Schatz, (1996) El Primado del Papa. Su historia desde los orígenes hasta nuestros días, vamos a estudiar cinco conflictos entre Roma y Constantinopla desde el siglo V hasta los finales del siglo IX.
El primer quiebre de la unidad ocurrió entre el año 484 y el 519, cuando el Patriarca de Constantinopla, urgido por el emperador de Bizancio, publicó el Henotikon. El emperador estaba muy preocupado por la unidad religiosa. Schatz piensa que el documento no era herético, pero se expresaba como si el concilio de Calcedonia (451) no hubiese ocurrido. El Henotikon sirvió como fórmula de unión con los monofisitas, condenados en Calcedonia por sostener que, luego de la unión entre el Hijo de Dios y su humanidad, ésta había sido absorbida por la divinidad y ahora quedaba una (monos) sola naturaleza (fisis) la divina.
En realidad, la unidad no se dio. Y bajo el Emperador Justino I (518 – 527) se restableció la unión con Roma. El papa Hormisdas aprovechó la oportunidad, no solo para lograr que Calcedonia fuera reconocida en Oriente, sino para que Constantinopla aceptara este principio: “solo la comunión con la Iglesia romana es garantía de la fe verdadera”. La fórmula fue refrendada en el 519 por el Emperador Justino, el Patriarca de Constantinopla y 220 obispos.
Esta fórmula se apoyaba en la promesa de Jesús a Pedro en Mateo 16, 18. Los firmantes estaban persuadidos de que la historia les enseñaba que: “la religión católica ha sido salvaguardada siempre en toda su pureza por la Sede Apostólica, en comunión con la cual se encuentra “la plena y verdadera solidez de la religión cristiana”. A comienzos del siglo VI los creyentes con más formación sostienen que: “Roma es la última instancia para mantener la comunión eclesial y la fe verdadera”.
Schatz se pregunta hasta qué punto estas convicciones calarían en la conciencia oriental. Para el emperador Justiniano (527 – 565) era claro que “Roma era la cabeza de todas las iglesias y obispos, último responsable en todo lo concerniente a la disciplina y doctrina”. En su conducta, el Emperador no respetó este principio. Ni tampoco la vinculación con Roma fue vista en Oriente “como firme garantía contra las divisiones eclesiales”. Los emperadores continuarán buscando la unidad con los monofisitas a la brava y con intrigas.