Miguel Marte
Hermanos: El que es de Cristo es una criatura nueva. Lo antiguo ha pasado, lo nuevo ha comenzado. Todo esto viene de Dios, que por medio de Cristo nos reconcilió consigo y nos encargó el ministerio de la reconciliación. Es decir, Dios mismo estaba en Cristo reconciliando al mundo consigo, sin pedirle cuentas de sus pecados, y a nosotros nos ha confiado la palabra de la reconciliación. Por eso, nosotros actuamos como enviados de Cristo, y es como si Dios mismo os exhortara por nuestro medio. En nombre de Cristo os pedimos que os reconciliéis con Dios. Al que no había pecado Dios lo hizo expiación por nuestro pecado, para que nosotros, unidos a él, recibamos la justificación de Dios. (2 Corintios 5,17-21)
Estamos en el corazón del tiempo de Cuaresma. Se nos regala hoy este trozo de un texto que viene a ser una reflexión pastoral sobre la reconciliación. La reconciliación es recreación, nueva manera de relacionarnos con Dios, con los otros y con la creación. Quien ha tenido la gracia de la reconciliación comienza una nueva vida ahora cimentada en Jesucristo.
Según algunos especialistas la formulación “Dios mismo estaba en Cristo reconciliando al mundo consigo” es la fórmula más antigua que alude directamente al misterio de la encarnación. Es posible que Pablo la adopte para hablar de su propia experiencia de transformación personal y teológica. Pablo ha “sufrido” un “cambio” radical en su vida, en su pensar y en su actuar como efecto de su encuentro con Cristo resucitado en Damasco. Lo acontecido allí fue una acción de Dios que reconcilió a Pablo con la auténtica imagen de Dios transmitida por Jesucristo y con sus seguidores.
Pablo es cambiado de su “ser judío” al “ser cristiano”. A partir de esa experiencia cambia totalmente la visión que Pablo tenía de la relación del Dios creador con el mundo. Ahora entiende que Dios acontece en el hombre Jesús y, a través de él, reconcilia al mundo consigo. Y cuando se dice mundo hay que pensar también en el ser humano como parte central del mismo.
Notemos que quien reconcilia el mundo consigo es el mismo Dios. La iniciativa es suya. Pero no es él quien se reconcilia con nosotros, sino que nos reconcilia a nosotros con él. Somos nosotros los que tenemos que ser reconciliados, y no por nuestra propia iniciativa y medios, sino que “fuimos reconciliados con Dios por la muerte de su Hijo”, tal como dice Romanos 5,10. Dios es quien nos reconcilia, así como es él quien nos crea y salva. Esta idea es muy importante ya que podríamos caer en el error de pensar la reconciliación como dos amigos que pasan de la enemistad a la renovación de la amistad perdida.
La reconciliación de la que aquí se habla no es una acción mutua, sino que Dios mantiene su puesto de superioridad respecto al hombre. En la relación hombre-Dios será Dios quien siempre lleve la primacía y tome la iniciativa. Ahora bien, también debemos cuidarnos de pensar que hay un cambio de proceder de Dios, quien cambia en su proceder es el hombre frente a Dios.
La expresión “Dios mismo estaba en Cristo reconciliando el mundo consigo” nos hace pensar también en la acción del Espíritu Santo. En el Antiguo Testamento se había prometido que Dios actuaría de manera extraordinaria por medio del Espíritu, pero descubrimos que ahora lo hace a través de Cristo resucitado. Podemos pensar, entonces, que el Espíritu Santo es el Espíritu de Cristo resucitado.
El propio Pablo en Gal 1,16 habla de el “Espíritu de aquel Dios que estaba en Cristo” revelándosele. Es “el Espíritu de Cristo” (Rom 8,9) o el “Espíritu de su Hijo” (Gal 4,4). La transformación ocurrida a Pablo y a todos los cristianos es obra del Espíritu de Dios, que es al mismo tiempo, obra del Espíritu de Cristo. Una de las “funciones” del Espíritu Santo es hacer presente al Padre y al Hijo en la vida del creyente. El Espíritu configura al creyente con la trayectoria terrena de Jesús. Dicho de otra manera, el Espíritu Santo forma a Jesús en nosotros.
La reconciliación entre Dios y el hombre se hace realidad gracias a que el Espíritu de Cristo resucitado irrumpe en las personas haciéndolas creaturas nuevas. Como bien lo dice un autor: “lo que se experimenta de Dios y de Cristo es propiamente su Espíritu, y, por lo tanto, se tiene que entender que se trata del Espíritu de Dios y de Cristo; o de otro modo, quien actúa hasta hacer sentir palpablemente sus efectos en la vida cotidiana de los cristianos es el Espíritu de Dios y de Cristo” (Gustavo Baena).