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Hoy el Evangelio de Lucas (3, 1-6) nos recuerda, que en el camino hacia la Navidad se oye un grito: “Una voz grita en el desierto.”
Camino de la Navidad, la gente ha sido amaestrada para esperar arbolitos verdes, guirnaldas, bolas, lucecitas, venados, regalos de papeles vistosos, santicloses bien comidos, que se encienden y se apagan y hasta nieve turística en estos trópicos, ¡todo menos un grito en el desierto!
El grito, es el grito de un profeta, porque sobre él reposa la Palabra de Dios. Lucas se encarga de informarnos que Tiberio era emperador; Pilato gobernador de Judea; Herodes [Antipas] virrey de Galilea; su hermano Felipe, virrey de Iturea y Traconítide; y Lisandro, virrey de Abilene, siendo sumos sacerdotes Anás y Caifás, ¡pero sobre ninguno de estos poderosos vino la Palabra de Dios!
Así, el evangelista nos interpela para que no pongamos nuestras esperanzas en los poderes que dominan nuestra sociedad: armas, política, recursos materiales, discursos- explica-lo-inexplicable, influencias y poses religiosas interesadas.
¿Qué grita el profeta? Que vale la pena prepararle un camino al Señor, porque viene. Un camino llano sin esos hoyos donde se hunden las carretas y los países. Para celebrar debidamente la Navidad, hay que levantar a los hundidos en el desaliento y rebajar a los que se creen la gran cosa. Para celebrar la Navidad es hora de enderezar lo torcido, transparentar las relaciones, las cuentas, la justicia y las actitudes profundas.
Un país donde lo único recto sea la línea del foul en los plays de pelota, está llamado a poncharse. Hay que igualar lo escabroso, esas diferencias sociales indignantes, el derroche irresponsable al lado de la miseria inhumana.
Sobre la amarga pobreza de nuestro pueblo, flotan dulces melodías falsas, que el grito del Profeta quiebra para que todos veamos la salvación de Dios.