El Señor me abrió el oído; yo no resistí ni me eché atrás: ofrecí la espalda a los que me aplastaban, las mejillas a los que mesaban mi barba; no me tapé el rostro ante ultrajes ni salivazos. El Señor me ayuda, por eso no sentía los ultrajes; por eso endurecí el rostro como pedernal,/ sabiendo que no quedaría defraudado. Tengo cerca a mi defensor, ¿quién pleiteará contra mí? Comparezcamos juntos. ¿Quién tiene algo contra mí? Que se me acerque. (Isaías, 50, 5-9) 

Estamos ante un fragmento del “tercer cántico del siervo del Señor”, un personaje anónimo cuya identidad los especialistas siguen discutiendo hasta el día de hoy. Recordemos el lugar donde aparece cada uno de esos cánticos: Is 42,1-9; Is 49, 1-7; Is 50, 4-11; Is 52, 13-53,12). Su ubicación nos indica que pertenece al llamado Deutero-Isaías, un profeta anónimo del siglo VI a.C., y, por lo tanto, postexílico.

En nuestro caso, la primera característica que se nos ofrece del siervo es ser un oyente de la Palabra, vocación para recibir y comunicar la Palabra: “El Señor me abrió el oído; yo no resistí y me eché atrás”. Si bien es cierto que Dios es quien vuelve disponibles sus oídos, el siervo no pone resistencia a su voz. Toma la actitud de discípulo. Su discipulado es un asunto de cada día. “Cada mañana me espabila el oído”, dice en el versículo anterior, al inicio de nuestro texto. La Palabra recibida compromete de tal modo que se deja la vida en ello. Por eso puede transmitir un mensaje de esperanza al abatido.

Implicación en la misión hasta aceptar el sufrimiento. Realizar la misión encomendada puede acarrear la incomprensión de los destinatarios, a veces el rechazo. Incluso se puede hablar de una persecución declarada. Transmitir la Palabra se vuelve fuente de escarnio. Pero nada de eso lo hace dudar de su misión. 

Sorprende la actitud con la que el Siervo dice acoger dichos ultrajes: con buen ánimo y con la confianza puesta en el Señor. Sabe que con la ayuda de Dios podrá salir vencedor del asedio al que es sometido. La palabra de Dios, además de iluminarlo, lo fortalece para recibir los golpes de la vida. “El Señor me ayuda”, dice. Confianza imbatible en el Señor. Dios responde de él. Una fuerza oculta lo sostiene por dentro. Es su confesión, como Jeremías hizo las suyas.

Este, y los demás cánticos del siervo nos hacen pensar en la realidad del dolor y su valor salvífico. ¿Es siempre absurdo el sufrimiento? ¿Qué pasa con el sufrimiento asumido por amor o por entrega radical a una vocación y misión? ¿No aparecerá oculto el misterio de Dios tras el manto del dolor? 

El amor desinteresado de tantos hombres y mujeres que se desviven por el bien de otros nos hace pensar en que hay un sufrimiento que está al servicio de valores que sobrepasan la búsqueda de sí mismo. Es el sufrimiento asumido con la esperanza de que no desembocará en el fracaso. Dios puede hacer fecundo el dolor y el sufrimiento de quien se entrega, así pareciera una generosidad “inútil”.

La fecundidad de un amor sangrante desborda toda comprensión humana. Por eso el siervo puede decir que “no sentía los ultrajes”. Estos se vuelven insignificantes cuando se tiene la esperanza de que la vida brotará de los granos que se mueren: si el grano de trigo no muere, no dará fruto. Hay vidas sufridas que son admirables por su secreta fecundidad. Como el grano cubierto de tierra. Es el amor puesto hasta el extremo. Como el del mismo Dios, cuyo Hijo cuelga de la cruz.

No es de extrañar que los cuatro cánticos del siervo se lean en las liturgias de la Semana Santa. Allí el siervo de los siervos pone en evidencia que hay un amor tan sublime que es capaz de derramar hasta la última gota de sangre por los que se ama. “No me tapé el rostro ante ultrajes y salivazos”, dice el siervo en nuestro texto. Muy bien pudo haberlo dicho también Jesús aquel Viernes Santo. Cuando el amor cuelga de la cruz hay esperanza de vida nueva, de resurrección.