Catedral Primada de América
-Mons. Piergiogio Bertoldi
Queridos amigos
Es para mí un honor poder celebrar la solemnidad de San Pedro en el altar de la Catedral Primada de América, y Basílica de Santa María de la Encarnación, con sus piedras centenarias, las mismas que, al menos en parte, también vio su Excelencia Monseñor Alessandro Giorolamo Geraldini de Amelia, primer Obispo residente de esta diócesis, que bendijo la primera piedra de este templo el 21 de marzo de 1521. Monseñor Geraldini, recordado como el Obispo de piedra. No se sabe bien si por la bendición que acabo de recordar o por la efigie pétrea que le recuerda en la capilla lateral de esta Catedral donde, desde hace 500 años, reposan sus restos, pues celebró su pascua el 8 de marzo de 1524.
En este sentido y en la lógica de la sucesión apostólica de la que el Papa es garante, al recordarlo, quiero aprovechar la ocasión para extender un agradecimiento por acogernos en su catedral y un saludo al actual arzobispo Su Excelencia Reverendísima Monseñor Francisco Ozoria Acosta, a su antecesor el Eminentísimo Cardenal Nicolás de Jesús López Rodríguez, y a la Iglesia local dirigida por ellos, que rezan con nosotros en esta tarde.
Me honra que estén presentes para concelebrar los miembros de la Conferencia del Episcopado Dominicano, a quienes saludo en la persona de su presidente, Su Excelencia Reverendísima Monseñor Héctor Rafael Rodríguez Rodríguez. El motivo de su ausencia, pues – ayer recibió el palio arzobispal de manos del Papa Francisco, tras tomar posesión de la Cátedra Metropolitana de Santiago de los Caballeros, el pasado 2 de diciembre – tal motivo subraya desde otro punto de vista, el de la comunión de las Iglesias locales con la Sede de Roma, las razones de la solemnidad que celebramos.
Así lo recordó el Papa Francisco, que dijo ayer: “hoy reciben el palio los arzobispos metropolitanos nombrados durante el último año. En comunión con Pedro y siguiendo el ejemplo de Cristo, puerta de las ovejas (cf. Jn 10, 7), están llamados a ser pastores diligentes que abran las puertas del Evangelio y que, con su ministerio, ayuden a construir una Iglesia y una sociedad de puertas abiertas”.
Con Monseñor Héctor Rafael saludo al vicepresidente, Monseñor Jesús Castro, a cada uno de los miembros de la Conferencia Episcopal, a los Obispos Eméritos, a los sacerdotes, a los diáconos y a los laicos que allí sirven con dedicación y amor a la Iglesia.
Un saludo también a las autoridades civiles y militares que nos honran con su presencia. Su presencia aquí confirma la positiva colaboración entre las instituciones seculares y eclesiásticas de este País, de la que es también signo el espléndido estado de esta Catedral.
Quisiera también recordar aquí otro aniversario: el 16 de junio de 1954, hace setenta años, se firmó el Concordato entre la República Dominicana y la Santa Sede, y aprovecho la ocasión para saludar y agradecer al presidente de la República Dominicana, el Sr. Luís Abinader, que lo haya recordado públicamente tras su reciente encuentro con el Papa Francisco en el Vaticano.
Por último, pero sólo en esta lista, quisiera dar las gracias a los Embajadores y a todos los demás diplomáticos aquí presentes a pesar de ser domingo.
En este marco solemne, nuestra celebración nos brindó la oportunidad de escuchar un pasaje del Evangelio que para la tradición católica es muy importante, porque se puede considerar una de las declaraciones más claras, más oficiales, más explícitas del primado de Pedro.
Evidentemente, los católicos somos muy partidarios de esto, somos partidarios de decir que Jesús dejó a Pedro y a sus sucesores la responsabilidad última en la Iglesia. Hay numerosos documentos incluso en los primeros siglos y en las primeras generaciones cristianas que lo confirman. Por ejemplo, está la segunda Carta de Clemente Romano de finales del siglo I que ya indica que el Obispo de Roma tiene un papel especial.
Pero, escuchando el Evangelio de esta celebración descubrimos que en el Primado del Obispo de Roma hay mucho más, hay sobre todo una gran profundidad espiritual.
El primado del Papa no es simplemente algo institucional, es algo que habla a nuestro corazón. Intentaré ofrecer una perspectiva de esta profundidad, partiendo del contexto geográfico en el que se sitúa el relato evangélico. Estamos, dice el texto, en la región de Cesarea de Filipo, en el norte de Israel, en tierra pagana, en los primeros retoños de un sistema montañoso que unos kilómetros más adelante se convierten en los montes del Líbano.
En Cesarea de Filipo hay enormes rocas y es hermoso imaginar a Jesús mirando esas rocas, pensando en Pedro, pensando en la solidez de lo que Jesús mismo está construyendo, la Iglesia, que confía al Hijo de Jonás.
Al mismo tiempo, esas rocas, esas piedras le hacen pensar en una piedra en particular, la de la fundación del templo, querida por la tradición rabínica. Era la piedra sobre la que, muchos siglos antes, se había dormido el patriarca Jacob. Jacob había elegido una piedra entre otras mientras huía de su hermano Esaú, que había jurado matarlo, porque Jacob le había robado su primogenitura (Gn 27,41).
Probablemente Jacob pensó que se había convertido en un hijo maldito, porque le había robado la bendición a su padre. Por otra parte, incluso el nombre, Jacob, en hebreo significa el que triunfa sobre el otro, el que quiere ocupar el primer lugar, el que roba el primer lugar. Un nombre, Jacob, que expresa la ambigüedad de buscar el primer lugar a toda costa.
Jacob, cansado de la huida, se queda dormido sobre aquella piedra (Gn 28,10). Pues bien, piedra en hebreo es “E-ben”, que se parece mucho a la palabra “ben”, hijo. Es como si el texto dijera que el que se duerme sobre la piedra se duerme sobre sus problemas, sobre sus preocupaciones, que, en el caso, son dudas sobre sus cualidades como hijo. Qué clase de hijo es Jacob, amado, no amado, rechazado por su familia porque engañó a su hermano ¿bendecido o maldecido?
Pero en Jacob radican nuestras dudas más profundas: ¿soy un hijo amado o no, soy acaso maldito, acaso descartado, ¿una piedra desechada?
Para entenderlo, debemos recordar que la piedra sobre la que se durmió Jacob es exactamente la misma piedra sobre la que Dios renueva la alianza con Jacob cuando, en sueños, le dice: Soy yo quien te bendice (Gn 28,13-15). Aunque hayas tenido malas experiencias paternas con tus figuras paternas o maternas, no te preocupes porque yo soy el Padre celestial y te bendigo.
No es casualidad que sea la piedra sobre la que descansa la famosa escalera, la que une el cielo y la tierra, la que Jacob ungió como altar porque “es la casa de Dios, la puerta del cielo” (Gn 28,17-18).
Pues bien, según el pensamiento de los rabinos de la época de Jesús, esa piedra fue elegida por Salomón para construir el templo de Jerusalén, es más, era la piedra fundamental. Salomón colocó esa piedra en la puerta del inframundo, que estaba situada, según la tradición, en lo que más tarde sería el monte del templo.
Salomón coloca esa piedra, la piedra de Jacob, la piedra que unía el cielo y la tierra, la piedra en la que Dios había renovado la alianza en la boca del inframundo, como para neutralizar el poder del inframundo, de sus potencias negativas.
Jesús evoca todo esto cuando dice “Tú eres Pedro y sobre esta piedra, que soy yo, edificaré mi Iglesia”, mi Ecclesia que no es el templo sino que es mucho más, es el templo hecho de piedras vivas, que son los hombres, que son los discípulos, que es la comunidad.
Jesús está jugando con las palabras, está utilizando lo que la gente de su tiempo veía en el templo de Jerusalén, el lugar de la presencia de Dios, para decir: no es este gran edificio lo que importa, el gran edificio somos nosotros, y este gran edificio se basa en una cosa, recordar que eres un hijo amado, que eres un hijo bendecido, aunque te sientas maldito, porque una nueva piedra fundacional une el cielo con la tierra, esa piedra es el Hijo de Dios, Jesucristo, el Hijo amado que al dar la vida reaviva en todos nosotros el amor y la bendición del Padre que está en los cielos.
Es nuestra experiencia de creyentes: me has bendecido, me has hecho sentir una vez, también sólo una vez es suficiente, Hijo amado. Es particularmente la experiencia de quienes han sido llamados a servir al Evangelio en el sacerdocio, en la vida consagrada, en el diaconado. Doy las gracias a ustedes por vuestra respuesta positiva al sentirse bendecidos por el Señor, por el bien que hacéis en consecuencia a la Iglesia y a la sociedad, y por vuestra presencia aquí, en esta celebración.
Recordar que somos hijos amados es experimentar a Dios, para creyentes o no creyentes, porque esto es lo que neutraliza las puertas del infierno ‘las puertas del infierno no prevalecerán contra ella’, es decir, esta nueva comunidad que yo construyo, es mucho más que el templo de Jerusalén. El templo, el lugar donde habita Dios, Dios habita en medio de nosotros porque somos su templo.
Somos su templo si recordamos que somos hijos amados. Este recuerdo, este memorial, esta piedra ungida, es decir, consagrada – Cristo es el Mesías, el ungido por excelencia – es capaz de transformar incluso la energía negativa de nuestros infiernos interiores en energía creadora.
En otras palabras, para construir un templo se necesita una enorme creatividad. Y de dónde viene la fuerza de la creatividad si no es del mal y del sufrimiento, de las heridas, es decir, de esos infiernos interiores que yacen en el fondo del corazón. Somos transfigurados por esta piedra que nos recuerda nuestra limitación, pero también el lugar de nuestro encuentro con el amor y la bendición de Dios.
Recordar que somos hijos amados nos da la capacidad de transformar toda negatividad en energía creativa; incapaces de construir relaciones como Jacob con su hermano, nos volvemos capaces de construir la obra de arte más difícil del mundo, que es construir comunidad, que es la verdadera obra de arte.
Aquí estamos en una iglesia maravillosa, una catedral gótica rica, de un vasto tesoro artístico, pero seguramente no es nada construir una iglesia, comparado con la dificultad de construir una comunidad de hijos amados. Este es el corazón de este pasaje del Evangelio.
Simón, hijo de Jonás, comprende en ese momento lo que “ni la carne ni la sangre le han revelado, sino mi Padre que está en los cielos” y hace su profesión de fe más elevada, convirtiéndose también en la roca sobre la que Jesús construye su iglesia.
Simón Pedro empieza a reconocer quién es Jesús, el Cristo, el hijo del Dios vivo; reconoce en Jesús al que comparte su identidad con todos nosotros. Jesús es el Cristo, el ungido, el elegido, el bendito. Con Pedro y gracias a Pedro también nosotros nos reconocemos hijos amados como Jesús.
Por tanto, la fe en Pedro y de Pedro no es sólo una fe teológica, dogmática y catequética, lo cual es ciertamente muy importante, porque es verdad que Pedro tiene un papel distinto del de todos los demás discípulos, como es verdad que sus sucesores han tenido un papel distinto desde el origen del cristianismo, a saber, el primado del Papa sobre la Iglesia Universal, sino que ese mismo primado revela también algo más profundo. El hecho de que todos estamos llamados a reconocer en Jesús lo que entonces somos también nosotros: ungidos, benditos, hijos predilectos.
Dejo la conclusión al actual sucesor de Pedro, el Papa Francisco, que terminó así su homilía en esta Solemnidad de San Pedro de 2020: “Queridos hermanos y hermanas, Jesús profetizó a Pedro: «Tú eres Pedro y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia». Hay también una profecía parecida para nosotros. Se encuentra en el último libro de la Biblia, donde Jesús prometió a sus testigos fieles: «una piedrecita blanca, y he escrito en ella un nuevo nombre» (Ap 2,17).
Como el Señor transformó a Simón en Pedro, así nos llama a cada uno de nosotros, para hacernos piedras vivas con las que pueda construir una Iglesia y una humanidad renovadas. Siempre hay quienes destruyen la unidad y rechazan la profecía, pero el Señor cree en nosotros y te pregunta: “¿Tú, quieres ser un constructor de unidad? ¿Quieres ser profeta de mi cielo en la tierra?”. Hermanos y hermanas, dejémonos provocar por Jesús y tengamos el valor de responderle: “¡Sí, lo quiero!”.
“Que María, Reina de los Apóstoles, Virgen de la Altagracia, y los santos Pedro y Pablo nos consigan, con sus oraciones, ser unos para otros guía y apoyo para el encuentro con el Señor Jesús” (Papa Francisco, Angelus 29.06.2024).