Manuel Maza, S.J.
La generosidad y el amor se prueban al entregar lo que más amamos. Después de haberlo esperado mucho, por fin Abrahán y Sara tuvieron a Isaac. En él se cumplía la promesa.
Abrahán y Sara estaban rodeados de pueblos que sacrificaban sus primogénitos a los dioses. El relato difícil de Génesis 22, 1 – 18 muestra a Abrahán convencido de que Dios le pide sacrificarle a Isaac, su hijo querido. Fiado en que Dios le mantendría su promesa, Abrahán camina loma arriba con la leña, el cuchillo y la víctima, Isaac. Dios se ocupará de salvar a Isaac mientras reconoce que Abrahán “no se ha reservado a su hijo, su único hijo”. Abrahán será padre de un pueblo más numeroso que las estrellas y la arena.
En el Evangelio de hoy, Marcos 9, 1 – 9, Dios nos presenta a Jesús así: “Éste es mi Hijo amado: escúchenlo”. Jesús no se queda en la tranquilidad de la montaña donde todas las promesas y la Escritura se cumplen al encontrarse con Moisés (la ley) y Elías (los profetas). Jesús baja a la asesina Jerusalén con la fe puesta en la lealtad de Dios, vencedor de la muerte.
Pablo comprendió la muerte de Jesús como revelación de la generosidad de Dios (Romanos 8, 31 – 34). Con atrevimiento nos enseña: “Dios no perdonó a su propio Hijo, sino que lo entregó a la muerte por nosotros.” Entiéndase bien, Dios no mató a su Hijo, de eso nos encargamos nosotros. Lo que Pablo enseña, es que por nosotros, para que naciera desde adentro de la historia la posibilidad de “caminar en presencia del Señor” (Salmo 115), el Hijo de Dios vivió, creyó y murió en esta misma vida tramposa, fiado de la lealtad de Dios vencedor de la muerte. Esa fe nos salva.