En aquellos días, Dios puso a prueba a Abrahán, llamándole: “¡Abrahán!” Él respondió: “Aquí me tienes.” Dios le dijo: “Toma a tu hijo único, al que quieres, a Isaac, y vete al país de Moria y ofrécemelo allí en sacrificio, en uno de los montes que yo te indicaré.” Cuando llegaron al sitio que le había dicho Dios, Abrahán levantó allí el altar y apiló la leña, luego ató a su hijo Isaac y lo puso sobre el altar, encima de la leña. Entonces Abrahán tomó el cuchillo para degollar a su hijo; pero el ángel del Señor le gritó desde el cielo: “¡Abrahán, Abrahán!” Él contestó: “Aquí me tienes.” El ángel le ordenó: “No alargues la mano contra tu hijo ni le hagas nada. Ahora sé que temes a Dios, porque no te has reservado a tu hijo, tu único hijo.” Abrahán levanto los ojos y vio un carnero enredado por los cuernos en la maleza. Se acercó, tomó el carnero y lo ofreció en sacrificio en lugar de su hijo. El ángel del Señor volvió a gritar a Abrahán desde el cielo: “Juro por mí mismo -oráculo del Señor-: Por haber hecho esto, por no haberte reservado a tu hijo único, te bendeciré, multiplicaré a tus descendientes como las estrellas del cielo y como la arena de la playa. Tus descendientes conquistarán las puertas de las ciudades enemigas. Todos los pueblos del mundo se bendecirán con tu descendencia, porque me has obedecido.” (Génesis 22, 1-2.9-13.15-18)
Estamos ante unos apartes de una de las páginas más conmovedoras de la literatura bíblica, por no decir de la literatura universal. Una página “que ha alimentado siglos de fe y de arte”. De todas las pinturas tal vez sea la de Rembrandt la más impresionante. En ella Abraham procura cubrir con la mano izquierda el rostro del hijo para que no vea cómo la derecha se suspende sobre él para asestarle el golpe mortal, la cual es retenida por el ángel.
Con esa página el autor del Génesis ha querido culminar el itinerario espiritual de Abraham, nuestro padre en la fe. A él, Dios le había pedido que cortara con su pasado dejando atrás tierra, patria y casa. Ahora lo pone a prueba pidiéndole que renuncie a su futuro, que se lo ofrezca a Él, sacrificando a su propio hijo. Algo absurdo para alguien a quien ese mismo Dios le había prometido una descendencia numerosa. Un choque frontal con el misterio. “Abraham tiene que decidir entre la promesa de Dios y el Dios de la promesa”, entre quedarse con nada (el hijo) o quedarse con todo (Dios). El dolor no podía ser más desgarrador. El hombre de fe se ve impelido a elegir entre Dios y su hijo. Entre lo incierto y lo concreto. Se decide por Dios, a pesar de lo absurdo y doloroso de su solicitud.
Lo que a uno lo sostiene en la existencia es el futuro. Y es, precisamente, lo que tiene que sacrificar el patriarca. Sin futuro, sin esperanza, así sea solo una chispa, la vida se desmorona. Al pedirle que sacrifique a su hijo único Dios le está pidiendo que le entregue su propia vida. A quien le quitan la esperanza, a quien le arrancan el futuro, se muere de tristeza. Pero el patriarca reacciona con la misma actitud que lo había hecho cuando renunció a su pasado: “no argumenta, no protesta, no se rebela”. El silencio se impone mientras emprende la subida al monte. Silencio del padre, silencio del hijo, silencio de Dios. La fe confiada y esperanzada se alimenta de silencio y obediencia. Se confía de Dios incluso cuando este se contradice a sí mismo: el hijo que le había dado para que comenzara a florecer su descendencia es a quien debe sacrificar ahora.
Abraham deberá creer contra toda esperanza. La causa de bendición para su futuro es pretendida por el mismo Dios que se la había prometido. ¿Venía Dios a desdecirse? Imaginémonos las contrariedades de aquel hombre. Y sin embargo, obedece. Pablo, siglos después, hablará de la obediencia de la fe. Una obediencia que es capaz de matar la propia esperanza para abrirse a otras posibilidades. Esta actitud del patriarca daría lugar a un ritual judío, la Aqedá, la atadura, género literario para cantar la suerte de los mártires que son perseguidos. Sí, ofrecer a Dios la propia esperanza es todo un ritual, tal vez el que más frecuentemente habría que celebrar.
Si bien es cierto que debemos alabar la obediencia de Abraham no es menos cierto que el mismo Dios con su petición está atentando contra su propio plan de salvación para la humanidad. Dios es un Dios arriesgado y que pide riesgos. Abraham no falla en su fe, pero tampoco Dios falla a su promesa. “Dios es fiable, digno de confianza, incluso en los túneles más tenebrosos de la existencia”. La muerte y la resurrección de Jesús serán el mejor ejemplo de eso.