Manuel Maza, S.J.
Para algunos cristianos, la oración es una actividad tan especial, que sólo deben de intentarla personas particularmente sublimes y cuasi celestiales.
El Evangelio que la Iglesia proclama hoy, Marcos 1, 29 a 39, nos da este dato sobre Jesús, “se levantó de madrugada, se marchó al descampado y allí se puso a orar.”
¿Quién es este Jesús que se levanta de madrugada a orar?
Marcos lo ha ido acompañando durante un largo día. Al salir de la sinagoga, lugar de la exclusión de la mujer, va a casa de Pedro. Allá, la suegra de Pedro yace en una cama, postrada por la fiebre. Jesús la toma de la mano (saludos a los que jamás ordenarían presbíteros a hombres casados) y la levanta para que sirva, como toca a la Iglesia.
A la caída de la tarde, Marcos lo muestra curando enfermos y combatiendo las fuerzas del mal.
Cualquiera entiende, que ese Jesús activo y entregado, necesita del sueño para reparar sus fuerzas. Pero la madrugada lo encuentra orando en un lugar descampado.
Necesita estar a solas, lejos de las gentes y de su acoso.
La oración no fue un lujo para Jesús, sino fuente de libertad.
Libre es aquella persona que puede realizar en la vida su propia originalidad. Nadie realiza su originalidad si no es al calor y aliento de una relación de amor. Jesús encontró en la oración la fuente de ese amor, que le capacitó para ser Él mismo.
Cuando los discípulos le presionan con las expectativas de la gente: “todos te buscan”, Jesús responde sereno: “vámonos a otra parte, a las aldeas cercanas, para predicar también allí; que para eso he salido.”
La oración, libró a Jesús de encadenarse a las expectativas de la gente, y lo capacitó para responder a su verdadera vocación