Discurso Nuncio

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Queridas religiosas,

Queridos religiosos

Se han reunido hoy para profundizar en el tema “sinodalidad, un nuevo modo de ser iglesia” y la liturgia nos impulsa a abordarlo desde la perspectiva del Evangelio que acabamos de escuchar.

Seguimos en el primer capítulo de Marcos, que nos presenta un día típico de Jesús, el comienzo de ese día. El primer verbo propuesto por la perícopa “entrar”, referido a los discípulos y al Maestro, nos hace sentir en sintonía con el tema de la sinodalidad, con el caminar junto. En efecto, el pequeño grupo entra en Cafarnaún, entra en una ciudad populosa, comercial, híbrida, problemática, en la zona costera del lago de Galilea en la que probablemente, precisamente por la intensidad de su comercio, había delincuencia, bajos fondos, promiscuidad.

Uno esperaría que esos fueran los primeros lugares que el Señor visita al comienzo de su jornada, las periferias existenciales como las llamaría el Papa Francisco, pero no es así, el primer lugar visitado es la sinagoga.

El sonido de la palabra, sinagoga, nos recuerda, es cierto, a la otra, la que está en el centro de este día, la sinodalidad: también aquí encontramos la raíz griega “syn” junto con el verbo “aghéin”, conducir, permanecer.

La sinagoga es el lugar de la relación con Dios, y aquí me parece que la sugerencia evangélica para cualquier posible reflexión sobre la sinodalidad es la de la necesidad de sanar la relación con Dios, porque si no se sana esa relación es imposible sanar las demás. Para vivir de manera sinodal (syn – junto, y odós – caminar), para caminar juntos, es necesario primero saber reunirse y purificarse del espíritu de división.

En efecto, el mal, que podríamos haber imaginado encontrar en las complejas y confusas calles de Cafarnaún, el evangelista nos lo hace encontrar en la sinagoga, en el hombre poseído por un espíritu maligno. Hay un espíritu maligno que ha corrompido la relación del pueblo de Israel con su Dios. Entre el Dios de la vida, el Dios de los Padres, el Dios que caminaba con su pueblo se ha producido una separación: entre el cielo y la tierra ya no hay relación, sino división.

La liturgia de la semana pasada nos lo recordaba: a Dios nunca le gustó la idea que se le dedicare un templo de piedra, su deseo era más bien hacer de nuestra casa, de nuestra vida, su templo. Sabía que las piedras sagradas del templo pronto se convertirían en lápidas de la relación entre Él y sus hijos (2Sam 7,1-16).

Además, el hombre de la sinagoga poseído por el espíritu maligno debería suscitar en nosotros cierta simpatía porque el evangelista, ni siquiera demasiado veladamente, parece sugerir que se trata de un miembro del clero, uno de nosotros en definitiva, de los que normalmente habitan los templos, las iglesias.

Por eso nos preguntamos cómo es posible. La respuesta, tal vez, sea la que hemos escuchado recientemente en el segundo libro de Samuel, en el pasaje sobre su vocación: “Porque Samuel no había conocido aún al Señor, ni le había sido revelada la palabra del Señor” (1Sam 3,7). La observación del orador sorprende por el hecho de que Samuel, aunque joven, llevaba ya años viviendo en el templo. Sin caer en los excesos victimistas de quienes piensan que se puede vivir una vida dedicada al Señor sin conocerlo, es necesario, sin embargo, volver a traer a nuestros corazones el hecho de que no basta la proximidad física, sino que ésta debe ir acompañada del esfuerzo cotidiano de la proximidad espiritual del diálogo orante y personal, pues, de lo contrario, el espíritu maligno, por utilizar la expresión de Marcos, volverá a tomar la delantera.

Aunque el evangelista Marcos hace que Jesús comience su jornada en la sinagoga, no quiere que pensemos que el divisor está sólo allí, sino que quiere que comprendamos que la sinagoga es el emblema de toda la ciudad; en cierto sentido, toda la ciudad es una reunión, una sinagoga, de hecho, la ciudad representa a la humanidad, a la que le gustaría vivir unida, pero que experimenta sus propias divisiones. Es más, la sinagoga, con su espíritu maligno, es también un espejo de nuestro corazón: a todos nos gustaría tener unidad interior, pero en cambio estamos divididos. Hay división dentro de la ciudad, en las relaciones humanas y dentro de nuestros corazones, y esto se debe a que tenemos el divisor que perturba nuestra relación con Dios.

El camino sinodal, en consecuencia, es un poco tortuoso: se cruza con todas nuestras divisiones interiores y exteriores.

Lo que hace Jesús cuando entra en la sinagoga: “se puso a enseñar” es lo que hacían los rabinos que eran, efectivamente, maestros. De hecho, incluso Jesús es llamado a menudo con el título de maestro. Pero aquí, al comienzo del día tipo de Jesús de Nazaret, Marcos subraya que su enseñanza era distinta de la de los demás rabinos, porque cuando éstos enseñaban, la gente que les escuchaba se iba a casa, de vuelta a sus vidas, sin que, la mayoría de las veces, nada cambiara. Con Jesús es diferente, los versículos anteriores, los de la llamada a los primeros discípulos, registran que, por el contrario, aquellas cuatro personas a las que llamó, cambiaron radicalmente de vida, no volvieron a casa. Jesús es un maestro que cambia tu vida, es un maestro no de una teoría, ni de una ideología, sino que es él quien cambia tu vida: lo hace, en primer lugar, llamándote y, por tanto, liberándote.

La sinodalidad se realiza precisamente cuando respondemos a la llamada de Jesús, cuando permitimos que nuestra vida cambie.

Cuando Jesús pasa, llama, atrae y al mismo tiempo saca a la luz lo que no funciona porque está en la oscuridad. Es lo que ocurre con el espíritu de división: cuando Jesús se acerca, no puede evitar reaccionar atacándole.

Y lo hace con dos frases interesantes. La primera, “qué hay entre tú y yo”, y la segunda, “has venido a arruinarnos”.

Se trata de una enseñanza, una catequesis sobre el mal. El mal es el espíritu maligno que llevamos dentro y que nos hace creer que Jesús no tiene nada que ver con nuestras vidas. Es la primera tesis del mal: Jesús nunca podrá comprender tus problemas, porque vives en una situación en la que ni siquiera Dios puede ayudarte, ni siquiera Jesús puede ayudarte. Este es el primer engaño: “qué hay entre tú y yo”, es la división en acción, el espíritu maligno ya está actuando y divide, separa nuestra vida de nuestra relación con Dios.

Y la segunda frase, en plural “has venido a arruinarnos”. Parece un signo de la división interior del endemoniado, es fruto del alejamiento de Dios que nos lleva a verlo como una amenaza y a tener miedo de Dios.

Pero Dios es liberación precisamente de tu miedo a Él; Él es curación interior precisamente de lo que te mantiene cautivo.

Esta es la enseñanza de Jesús, una enseñanza hecha con autoridad: “exousia” en griego significa hacer crecer, hacer emerger, que es también el significado del latín “autoritas” que viene de augere, hacer crecer, precisamente.

Jesús no se planta ante la gente con autoritarismo, y el “ismo” sabemos que es el sufijo de la degeneración, de los que dicen “yo tengo razón y tú no sabes nada”, sino que es el que te hace crecer, el que te hace dar lo mejor de ti mismo, el que te libera de todo lo que te impide ser tú mismo.

La autoridad del estilo de Jesús, creo, exige ser asumida también por nosotros: no se puede caminar juntos, no se puede pretender vivir la sinodalidad si no se mira al otro con la mirada de Jesús, una mirada que sabe descubrir las riquezas, las potencialidades, y precisamente por eso sabe sacar lo mejor, hacer crecer al otro y en consecuencia a la comunidad.

Permítanme una última consideración sobre el texto bíblico antes de una apostilla final.

Lo que te impide ser tú mismo, según la teología bíblica, es el acusador, el enemigo, lo que entonces llamábamos Satanás. Es, básicamente, el acusador interior, el que te acusa de estar tan equivocado que nunca podrás salvarte y, en consecuencia, acusa a Dios de no poder salvarte. Pues bien, acusador en hebreo se llama satán. En la perspectiva del Antiguo Testamento, nuestro corazón, nuestro interior, se describe como un juicio en el que está por un lado el acusador, el “satán”, y por otro el defensor, el Espíritu, pero ya en el Nuevo Testamento, el paráclito.

Los primeros cristianos que tradujeron “satán” al griego, eligieron el verbo “diaballo” que significa acusar, pero también separar o dividir. Aquí, tan a menudo nos sentimos destrozados, divididos por dentro. Lo que Jesús viene a hacer en nosotros es liberarnos de la voz del enemigo y restablecer la unidad, devolvernos a nosotros mismos, mediante una liberación que puede ser, como subraya el texto de Marcos, violenta.

No es casualidad que Jesús – señala el evangelista – le reprendiera diciendo “calla, sal de este hombre, y el espíritu maligno, sacudiéndole y gritando con fuerza, salió de él”. Es una sacudida, a veces, la curación se cumple a través de ser sacudido. Y este texto nos dice: No tengas miedo cuando inicies un camino de liberación, porque lo que aparece como oposición es en realidad señal de un exorcismo. Cada encuentro con la Palabra de Dios es un pequeño exorcismo, es una liberación.

Por supuesto, tal vez en nuestras vidas no se produzcan estos efectos especiales que hemos encontrado en el texto, pero ciertamente la palabra de Dios nos sacude y puede dejarnos incluso como medio muertos, “Y agitándole violentamente el espíritu inmundo, dio un fuerte grito y salió de él” (Mc 1,26) y esto sucede porque comienza otra vida.

Los presentes son testigos del cambio con gran asombro, el de alguien que ha dejado atrás el miedo y, por eso, en un momento dado, comienza otra vida en la que todos se asombran.

Probablemente también hay momentos en el proceso sinodal en los que uno pasa por experiencias similares, se siente violentamente sacudido, pero no debemos dudar de que, también en este caso, se trata del esfuerzo de un nuevo comienzo.

Y finalmente, la apostilla. Hoy ustedes se reúnen como Conferencia Dominicana de Religiosos y Religiosas (Cóndor), y la diferencia de género también debe ser tenida en cuenta en el proceso sinodal. No sólo porque los cambios contemporáneos han introducido fuertes transformaciones en los roles de género, haciendo fluida la identidad psicológica y desafiando la polaridad hombre-mujer. Tampoco sólo porque, al comienzo del tercer milenio, el tema de la diferencia hombre-mujer se ha visto eclipsado por el auge de las teorías “de género” que se han impuesto a partir de la separación entre sexo (sex) y género (gender).

Pero como este doble cambio de énfasis también ha encontrado eco en el magisterio del Papa Francisco, para quien la cuestión de la mujer y su posición en la Iglesia requiere un nuevo posicionamiento. Por el lado antropológico, es necesario superar la perspectiva de la búsqueda de una especificidad femenina, que se expresaba en la retórica del “genio femenino”. Del lado eclesial y sociocultural, es necesario superar un sistema todavía marcado por muchos rasgos androcéntricos y patriarcales.

También en estas cuestiones es necesario que la vida religiosa, especialmente en esta fase de transición sinodal, no olvide su propia especificidad como experiencia profética, es decir, como anticipadora de nuevas soluciones más coherentes con el Evangelio.

Quizás a ustedes, religiosos y religiosas, se les pide, en el contexto de la sinodalidad, que sean promotores testimoniales de un camino fecundo para repensar los roles de la mujer y del hombre en la Iglesia y en la sociedad. La deconstrucción del universo simbólico androcéntrico en el trabajo y la empresa conlleva la remodelación del correspondiente mundo simbólico materno-céntrico que recorre hoy muchos procesos educativos, espacio reservado casi exclusivamente al mundo femenino.

Es evidente que este proceso no puede dejar de implicar choques violentos como los registrados en la época del exorcismo en la sinagoga de Cafarnaúm.

Sin embargo, es igualmente evidente que hoy necesitamos más hombres y padres en la educación para que la vida crezca en un formato fuerte, y más mujeres y madres en la vida social para que la sociedad sea más un lugar de cuidado y atención de lo humano y menos un lugar de competencia y mercado.

Tal vez vuestra contribución al proceso sinodal también pueda ser enriquecedora en este frente.