Homilía de Monseñor  Jesús Castro Marte

Obispo de la diócesis de Higüey

Apreciados peregrinos presentes en la basílica y los que nos siguen a través de la radio, la televisión y las redes sociales:

Hoy celebramos la solemnidad de la Madre espiritual de todos los dominicanos creyentes y no creyentes, porque ella está en el origen de nuestra dominicanidad.

Todos los años nos reunimos aquí en este santuario, la casa de la Madre de Dios y, por tanto, de todos los dominicanos, de los devotos nacionales e internacionales de María de La Altagracia, así como de todos los hombres y mujeres de buena voluntad, para dar gracias a Dios por el regalo de Ella, modelo de las mujeres y los hombres profetas.

Hemos venido a proclamar el himno más apasionado de María, el Magníficat, a escuchar la invitación a la alegría que le hace Dios, a través del Ángel Gabriel, a la mujer profeta, María, y que, a su vez, nos hace a todos los elegidos. Hemos venido a evidenciar, con María, la testarudez de los poderosos.

Al mal, a la maldad, a la crueldad y a la injusticia no les podemos consentir que nos roben el gozo y la alegría de saber que Dios está con nosotros y de contar con el gozo de la mujer modelo de los creyentes, María.

La primera lectura, que hemos escuchado hoy, es probablemente el más famoso y conocido oráculo del profeta; el que más veces se ha reinterpretado en la historia del pueblo judío y de las comunidades cristianas. Es un oráculo que tiene un contexto histórico bien definido: cuando el rey Acaz buscaba apoyo para su monarquía en los poderosos de este mundo, en Asiria concretamente, un imperio terrible, ante las amenazas de los reyes de Damasco y Samaría por quitarle el trono.

Entonces el profeta lo afronta con la gallardía que siempre caracteriza a los profetas que saben leer en la vida los signos de los tiempos, las cosas de Dios. Precisamente lo que busca el rey será su condena; sólo cuando se es capaz de confiar en Dios, Jerusalén será liberada: “Si no creen, no subsistirán”.

Por otra parte, tiene su gracia la pregunta de Isaías al asustado e incrédulo rey Acaz: “¿Les parece poco cansar a los hombres, que quieren cansar también a Dios?”. ¿Por qué le habla de cansar a los hombres? ¿Qué es eso de cansar a Dios?

El sentido de ese ‘cansar’ es algo como ‘fastidiar, molestar, ser aburrido’. No indica la magnitud de un esfuerzo prolongado, concepto que asociamos con el verbo cansar como tal, sino la idea de algo que enfada o disgusta. Acaz ‘cansa’ a los hombres porque su reinado carece del vigor, hoy diríamos del ‘liderazgo’, que le da confianza y alegría a un pueblo. Acaz ‘cansa’ a Dios en cuanto a su falta de confianza en el poder y liderazgo de Dios. Dicho de otro modo: Acaz ni guía ni se deja guiar; ni lidera ni deja a Dios tomar control de su vida.

Dios mismo les dará un signo. Miren, la joven está embarazada y dará a luz un hijo, y lo llamará Emmanuel, que significa Dios-con-nosotros: éste anuncio del profeta Isaías se interpretará, posteriormente, en clave mesiánica y se aplicará a Jesús de Nazaret. La tradición cristiana encontró en este texto el anuncio del nacimiento de Jesús, descendiente de David y Salvador de su pueblo (pero recordemos que esta es una relectura de tipo teológico).

Los primeros cristianos identificaron en Jesús a este niño que llevaría por nombre “Emmanuel”. En otras palabras, Dios no sólo sosiega y da un camino a Acaz. Dios sosiega y abre un camino a la humanidad, que, en aquella Virgen por excelencia, recibe al verdadero Emmanuel. 

El Salmo responsorial nos ofrece hoy el Magníficat de María, ella continúa denunciando la testarudez de los líderes. Este fue tan potente que sacudió a los poderes terrenales de varios países. Veamos brevemente la fuerza de su Magníficat:

“El canto de María es el himno más apasionado, el más salvaje, incluso se podría decir que el himno más revolucionario que se haya cantado jamás.

No es la María dulce, tierna y soñadora que, a veces, vemos en los cuadros; es la María apasionada, entregada, orgullosa y entusiasta que habla aquí (…). Este canto (…) es un canto duro, fuerte, inexorable, sobre los tronos que se derrumban y los señores de este mundo que se humillan, sobre el poder de Dios y la impotencia de la humanidad. Son los tonos de las mujeres profetas del Antiguo Testamento que ahora cobran vida en la boca de María”.

Por otro lado, el texto del evangelio recoge la primera palabra de parte de Dios a los hombres, cuando el Salvador se acerca al mundo; es una invitación a la alegría. Es lo que escucha María, la mujer profeta: ¡Alégrate!

Jürgen Moltmann, el gran teólogo protestante de la esperanza, lo ha expresado así: “La palabra última y primera de la gran liberación que viene de Dios no es odio, sino alegría; no condena, sino absolución. Cristo nace de la alegría de Dios y muere y resucita para traer su alegría a este mundo contradictorio y absurdo”.

Sin embargo, la alegría no es fácil. A nadie se le puede obligar a que esté alegre ni se le puede imponer la alegría por la fuerza. La verdadera alegría debe nacer y crecer en lo más profundo de nosotros mismos.

De lo contrario, será risa meramente exterior, carcajada vacía, euforia creada quizás en una ‘sala de fiestas’, pero la alegría se quedará fuera, a la puerta de nuestro corazón.

La alegría es un don hermoso, pero también muy vulnerable. Un don que hay que saber cultivar con humildad y generosidad en el fondo del alma. Herman Hesse explica los rostros atormentados, nerviosos y tristes de tantos hombres, de esta manera tan simple: “Es porque la felicidad sólo puede sentirla el alma, no la razón, ni el vientre, ni la cabeza, ni el maletín”.

Pero hay algo más. ¿Cómo se puede ser feliz en nuestro país, en América Latina y el mundo, cuando hay tanto sufrimiento? ¿Cómo se puede reír, cuando aún no están secas todas las lágrimas, sino que brotan diariamente otras nuevas? ¿Cómo gozar cuando dos terceras partes de la humanidad se encuentran hundidas en el hambre, la miseria o la guerra? 

La alegría de María es el gozo de una mujer creyente que se alegra en Dios salvador, el que levanta a los humillados y dispersa a los soberbios, el que colma de bienes a los hambrientos y despide a los ricos vacíos.

La alegría verdadera sólo es posible en el corazón del hombre que anhela y busca justicia, libertad y fraternidad entre los hombres. María se alegra en Dios, porque Él viene a consumar la esperanza de los abandonados, los desheredados, los que están al borde del camino, los que no reciben la protección del Estado porque la corrupción se la arrebata. 

Sólo se puede ser alegre en comunión con los que sufren y en solidaridad con los que lloran. Sólo tiene derecho a la alegría quien lucha por hacerla posible entre los humillados. Sólo puede ser feliz quien se esfuerza por hacer felices a otros. Sólo puede celebrar la solemnidad de Nuestra Señora de La Altagracia quien busca sinceramente y vive su vocación profética y sacerdotal tanto en la Iglesia como en la sociedad.

María de la Altagracia, que podamos crecer en la convicción de que quien acoge la palabra de Dios “concibe a Dios en su corazón”. Que podamos comprender que, por esto, la fe tiene un cierto parentesco con la maternidad, que aquí radica su fecundidad y también su gran dinamismo vital. Que Dios pueda esperar nuestro fiat de cada día, ese sí de cada instante. 

Que estemos claros de que la vida no es simple pasividad, como si se tratase de arrellanarse en la comodidad, la inacción o en no hacer nada. El sí del cristiano, cuando es auténtico, tiene una cierta analogía con aquel fiat del Creador, porque es capaz de comunicar vida. Y se parece a aquel fiat de María, porque supone una fe probada y una disponibilidad total a la voluntad de Dios. La fe y el amor han de ser el alma de nuestro constante ‘hágase’. Con este sí reiterado, seremos capaces de aceptar la palabra de Dios y de cumplirla. Y de esta manera nuestra vida tendrá sentido en plenitud.

Nuestro sí diario al Señor ha de procurar, siempre, un cumplimiento fiel de los deberes de un buen cristiano en todos los aspectos de la vida, y hacerlo guiados por el espíritu del evangelio: siendo fieles a nosotros mismos, trabajando sin descuidar a los seres queridosy al mismo Dios, expresando lo que sentimos en cada momento, dando siempre un lugar especial a los amigos y, sobre todo, sin renunciar jamás a la felicidad.

Es decir, que no nos quedemos atrapados en los viejos patrones y los hábitos, ni en la llamada ‘zona de confort’, ni en ese miedo al cambio que algunas veces nos conduce a fingir delante de los demás e incluso ante uno mismo, aparentando ¿ser felices?, cuando en lo más profundo del propio ser se anhela reír y volver a hacer todo tipo de ‘locuras’. En fin, que podamos reconquistar el valor de la autenticidad y la honestidad.

Virgen María de la Altagracia, nos confiamos a tu protección materna: ayúdanos a crecer en madurez personal, familiar, eclesial y social. Amén.

+Mons. Jesús Castro Marte

Obispo de la diócesis de Higüey

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