-Eduardo M. Barrios, S.J.
El Año Ignaciano invita a los jesuitas a examinar la praxis de la pobreza evangélica, asumida como el primer voto común a todos los religiosos.
El fundador de la Compañía de Jesús no quiso dar normas demasiado pormenorizadas sobre muchos elementos prácticos de la vida en común, consciente de las cambiantes “circunstancias de personas, tiempos y lugares”.
A modo de ejemplo, a comienzos del siglo XX los jesuitas no podían poseer máquina de escribir personal, pues se consideraba algo lujoso. Con el tiempo ese instrumento de escritura se abarató y dejó de ser suntuoso. Actualmente, la mayoría de los jesuitas escribe con las sucesoras de aquellas máquinas, es decir, las computadoras y los teléfonos celulares. Algo parecido puede decirse del entorno socioeconómico. Lo que en un país subdesarrollado se considera ostentoso, no se percibe así en países del primer mundo.
Hay una pregunta que exige respuesta: “¿Qué motiva a tantos hombres y mujeres a consagrarse a Dios con votos de pobreza, castidad y obediencia?”
Como aquí tratamos solamente de la pobreza, viene a la mente la respuesta ecológica. Se practica la austeridad como un medio para conservar los recursos del planeta. Aunque esa motivación suena loable, cualquier persona puede defender los ríos, los mares, los bosques y la fauna sin necesidad de hacer voto de pobreza.
Otra posible respuesta podría inspirarse en las vivencias de ciertos filósofos de la antigüedad greco-romana. Se sabe que hubo grandes pensadores que vivieron un asceticismo muy austero. La Historia menciona, por ejemplo, a los griegos Heráclito, Diógenes y Sócrates. Entre los romanos se destacó Séneca. Pues bien, la pobreza religiosa no se inspira en ideologías estoicas que pudieran conducir a la satisfacción narcisista de tener pleno dominio sobre las apetencias corporales.
El voto de pobreza evangélica sólo se fundamenta sólidamente en el amor por Jesucristo pobre y humilde que invita a imitación. Toda renovación y radicalización del voto pasa por la contemplación orante de la vida de Jesucristo. Sin esa experiencia basilar todas las normas restrictivas en materia de pobreza quedarán inoperantes.
Durante el año ignaciano los jesuitas practicarán varios retiros espirituales de un día centrados en la identificación con el Jesús de los evangelios. Contemplarán al Mesías Rey que no quiso nacer en un regio palacio, sino en un establo donde tuvo por cuna un rústico pesebre (Cfr. Lc 2, 7). Jesús creció como miembro de una familia pobre en una aldea insignificante de la que se dudaba que de allí pudiese salir algo bueno (cfr. Jn. 1, 46). Se le creía “hijo del carpintero” (Mt 13, 55).
Al comenzar su vida pública, Jesús se rodeó de discípulos escogidos mayormente entre pobres pescadores. Se presentaba tan libre de apoyo en propiedades que pudo decir que no tenía “donde reclinar la cabeza” (Mt 8,20). Jesús y sus apóstoles sólo contaban con ayudas voluntarias para cubrir sus necesidades básicas. En este punto se esmeraron discípulas como María Magdalena, Juana la mujer de Cusa, Susana “y otras muchas que le servían con sus bienes” (Lc 8,3). Finalmente, Jesús terminó su peregrinación terrena despojado hasta de sus vestiduras, cumpliéndose la profecía: “Se repartieron mis ropas y echaron a suerte mi túnica” (Jn 19, 24).
Tampoco se debe olvidar que en punto de pobreza resulta imprescindible codearse con los pobres. No se trata de trabajar para los pobres a distancia, sino también con los pobres.
A partir de una renovada identificación con Cristo pobre y con los pobres, los Jesuitas podrán contar con orientaciones más detalladas sobre cómo vivir la pobreza aquí y ahora.
Se espera que a principios del 2023 la Compañía de Jesús pueda contar con una nueva versión de los Estatutos sobre la Pobreza así como de una nueva Instrucción sobre la Administración de Bienes.
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