CUERDOS Y RECUERDOS – Memorias
Monseñor Freddy Bretón Martínez • Arzobispo Metropolitano de Santiago de los Caballeros
Algunas veces, después de hablar yo, se ha acercado alguien a elogiar la forma en que lo he hecho. No olvido una de esas ocasiones. Terminé de celebrar la misa en la escuela de Escalera Arriba (Altamira, Puerto Plata) y, mientras yo recogía las cosas usadas en la celebración, se me acercó la catequista, una doña que, además, se ocupaba de preparar las cosas para la celebración. De repente me dijo: “Yo quisiera que usted me prestara la cucharita”; yo estaba recogiendo cosas, pero no veía cuchara por ningún lado. “¿Qué cucharita?”, pregunté. “Esa que usted tiene para meterle las cosas en la cabeza a la gente”. Por supuesto que me sorprendí. Pero no dejaba de ser ingeniosa la ocurrencia. “Bendito sea Dios”, le dije mientras me reía.
Ha de saberse que la palabra nunca ha sido un juego para mí. Por ejemplo, siempre me ha preocupado tener que hablar en público. No tengo una voz excepcional, y si me descuido, puedo hasta disparatar; sobre todo si estoy cansado, puedo producir idioteces, como adelantar la desinencia de la palabra siguiente (que está en mi mente) añadiéndosela a la que pronuncio en ese momento. El resultado puede ser hasta ridículo. Como no soy amigo de disparates, esto es muy preocupante para mí.
Cuando predico sobre la Palabra, no confío en mis supuestas dotes. Estoy plenamente seguro de que si algo sale bien no se debe a mí, pues estoy muy consciente de mi fragilidad en este arte. Hace mucho tiempo que sé que la eficacia en esto depende enteramente del Espíritu: cuando uno cree que lo hizo mejor, no se produce nada. Y quizá cuando cree que salió peor, el Espíritu actúa. Esto no impide, por supuesto, que me prepare lo mejor que pueda.
Me viene a la mente algo que me contó el querido padre Daniel Taveras. Él acostumbraba preparar bonitas homilías para distintas ocasiones, y se las aprendía de memoria, de modo que podía repetirlas cada vez que hiciera falta. Llegó a recitarme trozos de algunas de ellas. Un día celebró en Navarrete. Predicó en la Misa un “sermón de campanita” (al menos eso creyó él). Salió orondo por la pieza oratoria recién pronunciada. Montó al diácono en su cepillito (Volkswagen) y se quedó en completo silencio, para no interrumpir los incontables elogios que se supone expresaría éste. Pero nada sucedía. Desesperado finalmente el padre, le pregunta: “Y qué te pareció el sermón…”. –“¿Cuál?”, preguntó el diácono. –“El que acabo de pronunciar en la Misa”, dijo el padre Daniel. Y grande fue su decepción cuando oyó decir al diácono: “¿Eso? Eso lo ha dicho usted más de setenta veces.”
Mi experiencia de la Palabra en las Sagradas Escrituras, es algo especial, y así tiene que ser. Por ejemplo, hay pasajes del Evangelio que –como he dicho– los aprendí de oídas; del mismo modo escuché los cuentos con que nos entretenían. Pero no es lo mismo: las Sagradas Escrituras me producen una fascinación particular (para decirlo de algún modo), que no se compara con ningún otro relato o escritura. Ya se sabe que no he sido bibliófago (comelibros), pero he leído muchas obras y he sabido disfrutar lo que, por haber sido bien escrito, produce placer estético. Pero solo diré que la lectura de la Palabra de Dios ha sido para mí mucho más que todo eso: es una experiencia infinitamente superior a cualquier otra lectura. Y no puede ser de otro modo, pues se trata del impulso del Espíritu Santo. Por supuesto, quien no tiene fe difícilmente podrá entenderlo.
De todos modos, esta experiencia subjetiva no puede sustituir al Magisterio de la Iglesia que, aunque “no está por encima de la palabra de Dios” es el único al que se le ha encomendado el oficio de interpretar auténticamente la palabra de Dios, oral o escrita (Cf Dei Verbum 10). Esto mismo fue lo que extravió a Calvino, quien pensaba que la Escritura “es por si misma suficiente…”: “tan grande es la fuerza que tiene para conmovernos” (Institución de la Religión cristiana, I, 8, 1-2).
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