Nos metimos en el tren –sin darnos cuenta– en zona para fumadores. Era una especie de camarote. Nos sentamos y, de inmediato llegó una chimenea, pues más era eso que hombre suramericano. No podíamos soportar el humo. Pero la solución fue rápida y barata: uno de los cuatro (que no era yo), se quitó discretamente un solo zapato. Esto bastó para que el fumador abandonara estrepitosamente el camarote.
Al santuario de Nuestra Señora de Lourdes llegamos al amanecer, cuando todavía quedaba algo de niebla en el ambiente; luego hubo un poco de sol. Como mi hermana Bernardita me había encargado una imagencita de su patrona, Santa Bernadette, caminé un poco adormilado (recuérdese que dizque dormimos en el tren), buscándola en todas las tiendecitas de imágenes religiosas y souvenirs. Finalmente encontré una estatuilla bonita, hasta con su paquete de leña al lado. Creo que valió la pena buscarla, pues mi hermana la aprecia mucho.
De Lourdes seguimos hacia España. Ya en el tren nos abordó un señor muy alto y bastante corpulento, vestido de blanco, encargado de algo en el tren. Cuando les mostramos los pases de Eurail Pass nos dijo que no valían para España. Le explicamos que se nos dijo que valían para toda Europa (menos Inglaterra). Su respuesta fue cortante: “Si en lo adelante suben más pasajeros, tendré que bajaros del tren”.
Pero en ese tren llegamos a Madrid, alojándonos en la Casa de los Misioneros del Sagrado Corazón, que nos acogieron con mucho cariño, y una mesa circular doble (la parte superior era giratoria), para saciar nuestra hambre.
Visitamos el Museo del Prado, paseándonos por entre todas esas famosas obras de arte; es una pena que no pudiéramos mirar con más detenimiento obras como el Guernica, de Pablo Picasso. (En Roma formé yo parte de una larga fila para entrar a ver la exposición itinerante de las pinturas de Vincent Van Gogh).
También estuvimos en San Lorenzo del Escorial. Regresando de allá coincidimos en el tren con grupos de personas que venían del lugar de las apariciones de la Virgen (que iniciaron en junio de 1981).
Algunas de esas personas nos saludaron amablemente. El padre Fausto Mejía dijo que estábamos visitando la madre patria, a lo que un hombre que iba en el tren murmuró: “¿Madre patria?”. Una doña nos dio de recuerdo la imagencita de la Virgen de El Escorial.
Creo que fueron solo dos días los que pasamos en Madrid. En esta ciudad terminamos nuestro recorrido por Europa, y desde ella regresamos nuevamente, por tren, hacia Roma, al colegio Pio Latinoamericano.
El tren pasaba por Zaragoza, luego toda la parte Este de Francia hasta el Norte de Italia, y luego hacia Roma. No recuerdo la duración, pero fue un viaje largo, como también fue largo el viaje mío el verano anterior, de Roma a Bonn en tren. En este viaje a Alemania pasábamos la noche en el tren, y recuerdo que yo no podía conciliar el sueño a causa de un olor muy fuerte; hice todo lo conveniente para dormirme, pero no pude. Miré después hacia la cuccetta inferior (cama, normalmente superpuesta) y supe cuál era la fuente de tan potentes efluvios: los pies descubiertos de un gran hermano desconocido.
Como donde yo ponía cabeza él ponía pies, giré por completo, poniendo la cabeza hacia el otro lado. Con algo de ayuda de la sábana sobre la nariz pude lograr un poco del preciado descanso.
Cuando finalmente en junio llegó desde el Obispado de Santiago el dinero de mi pasaje (se lo pidieron a un bienhechor), regresé a la República Dominicana.
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