Respuesta sagaz para una pregunta-trampa

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Este domingo y el si­guiente, la liturgia nos ofrece dos de las tres controversias que tiene Jesús en Jerusalén al final de su ministerio, se­gún nos cuenta el evangelista Mateo.  La de hoy se genera por la mala intención de los fariseos, quienes para poner a prueba a Jesús envían unos discípulos suyos acompañados de algunos herodianos para preguntarle la licitud de pagar, o no, el impuesto al César; la de la próxima semana girará en torno a la pregunta sobre el primero de todos los mandamientos. La planteará nada más y nada menor que un maestro de la ley perteneciente también a la rama de los fariseos.

El relato de hoy deja ver, desde el comienzo, la mala intención de los persegui­dores de Jesús. Comienzan su intervención con un recurso retórico conocido como “cap­tación de benevolencia”, ­palabras laudatorias para atraer la atención y buena disposición del interrogado: “Maestro, sabemos que eres sincero y que enseñas el camino de Dios conforme a la verdad, sin que te importe nadie, porque no te fijas en apariencias”. En seguida se notará que es apenas una zanahoria para luego darle con el garrote. Su pretensión es “cazar a Jesús”. La res­puesta de Éste es de una sa­gacidad impresionante. Ante una pregunta cerrada (pregunta-trampa, podríamos de­cir), que pareciera admitir solamente un sí o un no como respuesta, el Maestro le sale con una tercera: “Den al César lo que es el César y a Dios lo que es de Dios”. Si hubiera respondido que sí lo hubiesen acusado de colaborador con el poder romano, echándose al pueblo oprimido en contra; si respondía que no, le acusarían de traición a Roma. Parecía que no tenía escapatoria.

Con su respuesta Jesús está diciendo fundamentalmente dos cosas: en primer lugar, que ellos, los seguido­res de los fariseos y los herodianos estaban de acuerdo con pagar el impuesto al César ya que cuando les pide que le presenten una moneda con la insignia del César ellos la llevaban en el bolsillo, muestra de que estaban dispuestos a pagarlo, y, por lo tanto, avalaban el sometimiento al imperio romano. Por lo que Jesús lo que hace es invitarlos a hacer lo que ya tenían pensado: dar al César lo que es del César.  En segundo lugar, Jesús manda dar a Dios lo que es de Dios. ¿Qué es lo que pertenece a Dios? Todo israelita adulto lo sabe puesto que acostumbra a rezar el salmo 24, que dice: “Del Señor es la tierra y cuanto la llena, el orbe y todos sus habitantes…”. Se­gún este salmo todo perte­nece a Dios, incluso la vida del creyente. Al César solo le pertenece su moneda. Es como si Jesús dijera: el corazón y la vida toda, para Dios; la moneda con los símbolos del poder político y religioso de Roma, al César. Vale señalar que la licitud de pagar o no pagar el impuesto en este contexto no tiene un sentido propiamente jurídico, sino teológico; es como si se preguntara si es voluntad de Dios pagarlo. Por consi­guiente, el asunto no se redu­ce al pago del impuesto en sí mismo, sino cuál es la voluntad de Dios. Y la voluntad de Dios es que se le ponga a Él en el lugar que le correspon­de: el centro de la vida de la persona. No se trata de un re­parto de poderes, sino de poner a cada uno en su lugar. El lugar de Dios es el centro de todo cuanto existe.

En resumidas cuentas, con su respuesta Jesús está invitando a vivir en el mundo desde las claves de una auténtica experiencia de Dios: Dios como centro de la vida. Todo lo demás debe girar en torno a ese centro. No se trata ni de disputa ni de suplantación, tampoco de que Dio y el César sean las dos caras de una misma moneda, sino de poner cada cosa en su lugar. Al César, con su poder político y económico, le corresponde un lugar penúltimo en la vida de las personas, a Dios le corresponde el último y definitivo, punto de llegada y de plenitud.

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