El seminarista Manuel Durán
Un momento triste que vivimos en ese tiempo fue la muerte del seminarista Manuel de Jesús Durán López, en un accidente de tránsito, en Baní; era oriundo de Sabana Grande de Boyá. Falleció el 2 de agosto del 1984. Yo me encontraba en el Santo Cerro, en un encuentro o retiro del Clero Diocesano. Cuando me dieron la noticia salí hacia Santo Domingo, acompañado por el P. Fredi González. Íbamos en la camioneta del Seminario, a la altura de El Puerto de Villa Altagracia, bajo una fuerte llovizna. De repente algo nos golpeó y se desmoronó el vidrio delantero. Me detuve a la derecha, y alcanzamos a ver unos jovencitos que huían. Di marcha atrás hasta una casa en la que había una gran mata de mango en el frente. Salió una doña diciendo: “Yo le he dicho a eso muchacho que no le tiren piedra a lo mango”. Los muchachos se escondieron todos. Le pedí a la señora que nos ayudara a recoger un poco los cristales mojados que estaban regados por toda la cabina de la camioneta. Luego seguimos hacia Villa. Ese día supe lo fuertes que golpean las gotas de lluvia, sobre todo en la boca, cuando se conduce sin parabrisas. Llegamos a la casa curial de Villa y estaba la joven Valentina, futura esposa del Diácono Marino Montero. Habíamos dejado al Padre Severino, entonces Párroco de Villa Altagracia, en el encuentro del Santo Cerro; pero él había dejado la llave del carro en la casa curial, de lo que se sorprendió Valentina. Prevalido de la confianza que le tenía yo al P. Severino, tomamos el carro para llegar a la misa (creo que de las exequias) de Manuel Durán, que fue presidida por Monseñor Príamo, en una parroquia de Santo Domingo. Por mi antigua costumbre de adelantarme a la hora, aun con todos esos percances, llegamos a tiempo para la Eucaristía en sufragio del seminarista Manuel Durán, de quien conservo incluso una tarjeta que me envió desde Brooklyn, para mi cumpleaños de ordenación en 1983.
Estrecheces en el Seminario
Durante varios años hubo un solo vehículo para el Seminario; una camioneta verde, de una cabina, con cama de tubos rectangulares, para el mercado. Había que ponerse en lista de espera, a ver si no coincidía con el mercado, o con la salida de otro de los cinco sacerdotes. Una vez me tocó ir a Villa Altagracia en ella, acompañado de un seminarista. A la hora de regresar a Santo Domingo llovía a cántaros, y entonces nos dimos cuenta que el único de los dos limpiavidrios que funcionaba, no quiso trabajar. Antes de salir busqué una cuerda y amarré el artefacto averiado, entregándole una punta de la cuerda al seminarista que iba a mi derecha, mientras yo agarraba la otra punta con mi mano izquierda; él halaba, y de inmediato yo hacía lo mismo. Así, con limpiaparabrisas estrictamente manual viajamos de Villa Altagracia a la Capital, pues la lluvia no cesó. Se comprueba que el ser humano en aprietos es creativo…
Un fin de semana me tocó quedarme solo y a pie en el Seminario. Era domingo (24 de septiembre, día de N. S. de Las Mercedes), ya de noche, me avisan que Joselito Polanco, el del Santo Cerro, se había puesto malo. En ese tiempo no había taxi ni nada por la Sarasota con Núñez. Para completar, las Mercedarias del Padre Billini –único lugar donde nos atendían los seminaristas– estaban de fiesta. Sería Dios que me iluminó, y mandé a preguntar si el enfermo había comido durante el día. Como me dijeron que no, le pedí a Delgadina que le hiciera una sopa cargada de ajo. Se la dieron y se sanó el muchacho.
Este martirio de las enfermedades de los seminaristas era de lo peor de ser Formador; sin seguro médico, sin recursos, dando lástima en los hospitales. ¡Válgame Dios! Sólo las Mercedarias hacían de tripas corazón. Hay que vivirlo para saberlo. (No sé qué hubiera pasado si encuentro en un momento así, a la religiosa que me dijo que el Seminario era la iglesia gorda).
A pesar de todo esto, no faltaban bromas de los seminaristas. Una noche me llamaron porque uno estaba enfermo. Cuando voy acercándome a la habitación, veo gente mirando por las persianas. Al entrar, noto que las luces están apagadas (solo iluminaban un poco las de afuera) y pregunto por qué: le molestaban al enfermo. Pero vi en la cama una figura algo deforme, y me imaginé lo que era. Me acerqué y le di un tirón, cayendo los trapos por todos lados: habían preparado un bulto o muñeco arropado, mientras el enfermo observaba y gozaba –desde la persiana– mirando el gesto de preocupación con que yo entraba y luego, los jalones que daba.
En cuanto a transporte, salvaba un poco la situación el carrito Lada del Padre Severino (de la Pastoral Vocacional de la Arquidiócesis). Luego adquirieron vehículos personales los Padres Luis Manuel y Fausto. Después hubo un vehículo para dos y tres sacerdotes. En un día libre del Padre Pablo Cedano, éste salió a hacer diligencias; vino en la tardecita a bañarse rápido para ir a una Misa a La Anunciación. Cuando salió con la llave en la mano, el carro ya no estaba junto a la estatua de Santo Tomás, donde lo había dejado; el otro Padre, despistado o algo así, con quien también compartía el carro, había salido en él.
A mí también me pasaron algunas graciosas. El Padre con quien compartía el carro, me dio bola un día y, mientras íbamos por la carretera me invitó a hacer un recorrido –estábamos casi en verano– por una zona del país que a él le agradaba mucho. “Oh, qué bien”. Yo no podía acompañarlo, pero el detalle estaba en que el carro era de los dos, y ya el tenía el viaje armado, sin contar conmigo. O sea, que yo estaba automáticamente a pie. Así vivíamos. Esta situación vino a aliviarse para mí en 1998.
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