El Padre Rafael Felipe (Fello), fue un magnífico formador que llegó a ser Rector. (A propósito, hace un tiempo que oigo mucho la palabra magnífico en el Seminario; antes se la decíamos solo al que la merecía: Peguerito, por ejemplo, hubiera sido Jardinero Magnífico…). El Padre Fello nos contagiaba su entusiasmo, su espíritu apostólico y su testimonio sacerdotal; pero a veces, llevado de su bondad, botaba la bola. Había que ver con qué fruición hablaba del presbiterio de Santiago cuando era Obispo Mons. Polanco Brito.
El P. Fello, como todos nosotros, sentía una gran admiración por este obispo. Yo le decía: Fello, los tiempos cambian… Una de las mejores cosas en el testimonio sacerdotal del P. Fello era el desprendimiento de los bienes materiales; e insistía mucho en ello a los seminaristas. En eso y en otras cosas ha sido motivo de inspiración para muchos.
Pues bien, tanto le insistió el P. Fello a Mons. Polanco, que logró que éste fuera desde Higüey al Santo Tomás a dar una charla. Yo nunca olvido esa charla. El centro de ella fue la invitación a los seminaristas a que, con tiempo, hicieran sus ahorros; y dijo, a modo de chiste, que él no tenía ese problema, porque era rico de cuna.
Se supone que esto echaba por tierra todo el afán del P. Fello en este punto. Era penoso ver a un prohombre de nuestra Iglesia, en las condiciones en que llegó a verse.
Gracias a Dios que la obra de Mons. Polanco Brito es infinitamente mayor que todo eso. Y todos sabemos que luego fue patente el mal que iba minando lentamente su salud, hasta llegar a terminar con su vida terrenal. Yo fui a visitarlo con Mons. Pablo Cedano, a la casa de su hermano, en donde estaba alojado, por no poder subir al segundo nivel de la residencia que había reservado para sí. No nos reconoció, y era visible su enfermedad en todo un lado del cráneo. Nos dio un poco de pena ver que en la Misa que celebramos para él, a la hora de la comunión extendía la mano como queriendo tomar del cáliz, pero ya el médico no se lo permitía, o no podía tragar.
Casi imposible dar abasto
Una de las grandes dificultades que tenía el Formador en el Seminario Mayor era que, además de las múltiples ocupaciones del mismo, se agregaban las incontables solicitudes de afuera: Eucaristías, actos penitenciales, patronales, funerales, consejería espiritual, bendiciones… La idea, en general, era que los Padres del Seminario no teníamos qué hacer, y que, además, nos sobraba el dinero para transporte. Había en esto, riqueza pastoral y espiritual para nosotros, pero debíamos hacer grandes esfuerzos para salvar la calidad del trabajo formativo en el Seminario.
Algunos Formadores, además, eran párrocos en sus propias diócesis. Yo, siguiendo los pasos del Padre Felipe, llegué a viajar una o dos veces al mes para ayudar en la parroquia Perpetuo Socorro de Puerto Plata, o en Licey, y hasta en la diócesis de Mao-Montecristi. El viernes, comíamos y salíamos corriendo, hasta el domingo en la noche, en que regresábamos; el lunes, oscuro todavía, estábamos ya dando puntos de meditación a los seminaristas, antes de ir a las clases. Nos comíamos un pan y nos íbamos a dar clases. ¡Y había que darlas bien!
Diócesis de Mao-Montecristi
Cuando iba a ayudar a Mao desde el Seminario Mayor, me alojaba en la residencia del Obispo. Ahí conocí a la madre –ya muy mayor– de Mons. Abreu. Varias veces me tocó comer con ella en la mesa. No olvido con la delicadeza y propiedad de léxico con que explicaba, aun siendo ya una anciana, el servicio de partera que había realizado. No había una palabra que pudiera herir la sensibilidad de nadie.
Alguna vez coincidí con el amigo Padre Vigny Bellerive, en la residencia del Obispo. Nunca dejaba su violín, y ensayaba bastante, pues pertenecía en ese tiempo a una famosa orquesta canadiense. En una ocasión se me ocurrió decirle a Sonia, la dama de la cocina, que yo suponía que ella estaría encantada con esa música de fondo (los ensayos del Padre Vigny). Me contestó: “¿Eso? Eso lo que parece es un gato cuando le jalan la cola.” Supongo que, de enterarse, esto sería mortal para la sensibilidad del artista.
Ahí escuché la historia de que un día vieron al Obispo subir las escaleras precipitadamente. El motivo era una dama que lo buscaba. Alguien le preguntó qué pasaba, y el Obispo le contestó: “Es que no puedo complacerla en lo que pide”. Se trataba de una dama que había perdido el juicio, y andaba detrás de sacerdotes y del Obispo.
Un día estaba yo de lo más tranquilo, sentado en la camioneta frente al guía o volante, esperando algo cerca de la catedral de Mao, pues llevaba ruta hacia Monción. De repente veo una mujer que se acerca a la puerta del chofer y me dice muy suavemente: “¿Hacia donde se dirige, joven?” Aunque no la había visto nunca supe que esa era la mentada dama, y apresuré mi salida hacia Monción, a fin de no tener que escuchar la solicitud de complacer las urgencias femeniles que habían hecho correr al Obispo.
Precisamente en la catedral de Mao, me tocó algo medio gracioso. Se trataba de la Ordenación de Enrique. Andaba alguien de Puerto Rico con una gran cámara filmando todo (recuérdese que antes eran enormes dichas cámaras de video). Arrastraba muchos cables por entre los pies de los concelebrantes. Iba y venía. Y tanto pasó para allá y para acá que ya no se aguantó el Padre Jordán, que rezongó hacia donde yo estaba: “Qué pesao el de la maquinica…”.
Pero lo grande fue cuando le tocó al diácono transitorio incensar al Obispo. El pobre diácono, muy versado en asuntos sociales, parece que no había visto un incensario en su vida. Solo faltó que se lo enredara en el cuello.
Volviendo a la formación, pronto aprendí que una manera de respetar la formación de los seminaristas era consagrarse lo más posible a ella; todo lo demás era bueno, pero yo no podía descuidar la formación y permanecer tranquilo. Entre tantas urgencias, no todo el mundo entendía esto en la Iglesia. Pero creo que, gracias a Dios, algunos Formadores logramos entenderlo, y pudimos conseguir algo de respeto a nuestro trabajo
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