La comunidad como lugar del perdón

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Entre los miembros de la comunidad cristiana el perdón debe ser de corazón porque es expresión del perdón de Dios.

El evangelio de este día nos presenta la continuación inmediata del texto de la semana anterior. Seguimos, por consiguiente, con el discurso de la comunidad pronunciado por Jesús y que Mateo recoge en el capítulo 18 de su Evangelio. En esta ocasión la temática se centra en el perdón en cuanto “cemento de las comunida­des cristianas” (C.M. Martini). En afecto, a veces para que la convi­vencia sea posible no basta la co­rrección fraterna; se hace necesa­rio el perdón. Todos tenemos deudas que en algún momento necesi­taremos que se nos perdonen. La comunidad no está compuesta por personas perfectas. Por eso debe procurar ser lugar de perdón. Para que esto sea posible los seguidores de Jesús han de hacer suya la mis­ma disposición de Dios para perdonar siempre.

Si nos acercamos al texto nota­remos la gran generosidad de Pedro, el portavoz del grupo. Si en el ámbito de los rabinos se admitía perdonar hasta tres veces (¡cómo me recuerda esto aquello de “a la tercera es la vencida!), Pedro muestra su disposición para perdonar hasta siete veces (¡con toda la carga significativa que tiene ese número en la cultura bíblica! Es sinónimo de totalidad y perfección). Es como si el apóstol preguntara: ¿hay que perdonar siempre? O, dicho de otro modo, si seguimos la perspectiva eclesial del capítulo en cuestión: ¿hasta dónde debe llegar la paciencia comunitaria? La respuesta de Jesús (“hasta setenta veces siete”) se sitúa más allá de las matemáticas, del cálculo, de las cuentas, y remite a la calidad del perdón, a su carácter de gratuidad: no solo se debe perdonar siempre, sino también de corazón.

Entre los miembros de la comunidad cristiana el perdón debe ser de corazón porque es expresión del perdón de Dios. El perdón se resiste a que se le ponga límites porque se trata de un gran misterio. Es una actitud divina que no admite fronteras, es la expresión de la inagotable misericordia de Dios, algo que nos mueve a hundir nuestra mirada en las insondables posibilidades que encierra el cora­zón humano. Y como el misterio solo acepta la narración como ex­posición, el Maestro cuenta una parábola, una verdadera obra maestra literaria, para ilustrar en qué consiste el auténtico perdón.

En la parábola Jesús recurre a una serie de contrastes matizados por la exageración y la desproporción, aludiendo así a la desmesura del perdón: la diferencia en los montos de las deudas, la misericordia del rey y la dureza de cora­zón del empleado que no se compadece del compañero, la paciencia de uno y otro ante la exigencia de pagar. Aquí no se trata de medida, sino de la calidad del perdón. Se puede ser bastante cruel al mo­mento de perdonar o hacerlo desde una supuesta posición de superioridad. A veces le decimos al otro que le perdonamos inmediatamente después de haberle rema­chado su culpa. Por eso solo es auténtico el perdón que brota de un corazón limpio.

Recordemos que la limpieza de corazón es una de las bienaventuranzas, quizás la principal de todas. Solo puede perdonar de verdad quien tiene el corazón limpio, esto es, quién goza de un corazón habitado por Dios. Ese Dios que no se impone ni violenta a la persona, sino que se acerca sigilosamente, como quien pide permiso para entrar.

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