En el Evangelio de este domingo nos encontramos a Jesús dando gracias a Dios Padre porque ha revelado el misterio del Reino a los pequeños, y no a los sabios y entendidos. El campo semántico donde se ubican los pequeños es muy amplio en la Sagrada Escritura. El pequeño es el niño, el que se alimenta en brazos de la madre, el ignorante, el sencillo. Pequeño es el excluido, el que no forma parte del sistema, sea este de la índole que sea. A esos, que nada tienen que ver con la sabiduría del mundo, Dios les ha dado a conocer sus designios en la persona de Jesús.
El mismo Jesús es uno de esos pequeños. Se identifica como “manso y humilde de corazón”. El manso es aquel que no presume de sus posibilidades, que no se muestra orgulloso de sí mismo, ni se presenta ante Dios y ante los demás con soberbia y violencia.
Un caballo brioso, por ejemplo, es lo contrario de uno manso. Al primero no se le puede acercar nadie; al otro se le puede incluso acariciar. Jesús es manso y humilde de corazón porque se somete a Dios y a él se pueden acercar todas las personas. “Vengan a mí todos los que están cansados y agobiados”, nos dice. La oración de acción de gracias al Padre y la invitación a descansar en Él las hace Jesús al regresar sus discípulos de la misión que les había encomendado.
Siempre hace bien tomar un descanso. En cualquier camino, sobre todo cuando se trata del camino de la vida, largo y con tantas variantes, viene bien hacer alguna parada. Durante la misma se puede hacer memoria de lo recorrido, sentir cómo se está en ese momento (fatiga, cansancio, frescura) y vislumbrar lo que falta por recorrer. Al mirar hacia atrás y ver lo recorrido es bueno dejar que aflore un sentimiento de gratitud (en eso consiste la oración de Jesús). Al evaluar cómo me siento en ese momento es importante dejar que se asiente un sentimiento de confianza. Y al fijarme en lo que falta por recorrer hace mucho bien una actitud esperanzada. Todo alto en el camino debe ser disfrutado, sentirlo, dejarse envolver por el misterio que encierra el paisaje donde se descansa.
Una parada en el camino de la vida también puede ser la oportunidad para entrar dentro de nosotros mismos y descubrir aspectos de nuestra interioridad que tal vez habían escapado a nuestra conciencia. Es posible que en esa parada se nos permita descubrir nuevos trayectos, algunos caminos secundarios que podrían ayudar a la fluidez de la propia vida. Detenerse con frecuencia hace mucho bien, sobre todo cuando no solo detenemos la actividad física, sino también el pensamiento. Viktor Frankl habla al respecto de derreflexión, renunciar al exceso de reflexión sobre un asunto doloroso o que nos genera contrariedades.
Detenerse en el camino podría ser la oportunidad ideal para evaluar el trayecto recorrido y ver si la senda que seguimos es la correcta, la que nos lleva hacia delante, hacia la meta que nos hemos trazado. Uno de los elementos que impiden la contemplación de los paisajes de la vida es nuestra incapacidad de demorarnos. La vida se experimenta plenamente cuando nos detenemos, no cuando pisamos el acelerador con el afán de recorrer más paisajes.
También está el disfrute que alguna parada pudiera despertar en nuestras almas. La vida no es solo las piedras que vamos esquivando para no tropezarnos mientras avanzamos, también es las distintas tonalidades de verdes de una pradera, el ruido de los pájaros en la copa de los árboles, la suave brisa que acaricia el rostro. De todo eso podemos tomar conciencia cuando hacemos alguna parada en el camino.
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