Buscar la unidad es una de las misiones de los padres en el hogar, del que tiene personas bajo su responsabilidad o del que dirige una nación. Y para ello se requiere una alta dosis de tolerancia, resaltando en nuestros corazones que todos somos iguales por el hecho de ser humanos, que apenas tenemos diferencias accidentales y que somos distintos en la forma, no en el fondo.
Ser tolerantes es comprender que no necesariamente tenemos la verdad, aunque defendamos nuestras convicciones con gallardía; es aceptar la personalidad del prójimo, siempre y cuando sus actuaciones no hagan daño; es pedir perdón cuando nos equivocamos al juzgar a los demás; es valorar al hermano por sus hechos, no por su condición.
Los intolerantes “odian” y “aman” sin comprender los límites de ambas palabras, que mal asumidas pueden ser fatales para el buen juicio de quienes las practican. Juran que sus ideas son las únicas correctas y punto, sus sentencias no permiten apelación y desdichado el que las enfrente, que por eso hasta su vida peligra.
Evitemos a los intolerantes políticos. Ellos discuten con pasión sobre temas banales, enarbolan con rabia su ideología sin apreciar las bondades de otras y no ven nada bueno en el contrario, pues la razón solo la tienen ellos.
Evitemos a los intolerantes religiosos que todo lo justifican en nombre de Dios. Nos dijo el papa Francisco que el fanatismo es un monstruo que osa decirse hijo de la religión. La religión no es fanatismo, es fe, bondad, comprensión, misericordia y servicio al prójimo. Escudarse en ella para cometer actos de barbarie es propio de cobardes.
Evitemos a los intolerantes nacionalistas. Solo ven lo bueno en su terruño, aborrecen naciones porque las consideran inferiores y en nombre de la raza o de una alegada superioridad, humillan, maltratan, condenan y asesinan.
Evitemos a los intolerantes que solo piensan en lo material, que justifican y provocan guerras, bombardeos y crímenes para proteger sus intereses o el poder que representan; también alejémonos de quienes solo se alimentan con dinero, esos infelices que en sus estómagos prefieren las monedas al agua que refresca el espíritu.
En fin, evitemos a todos los intolerantes, sin limitaciones, que los hay de muchas categorías. Hoy condeno en especial a los racistas. Reprochemos a esos radicales, poderosos o no, ateos o creyentes, educados o analfabetos, pobres o millonarios, pues sus conductas no ayudan a construir un mundo mejor.
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