La sensación que provoca sentirse observado produce en las personas diferentes sentimientos. En algunos países está computado como un delito, mientras que, en países como el nuestro, bastaría retrotraerse un poco en el tiempo y recordar los métodos pedagógicos de las miradas y la chancleta. Hasta finales del Siglo XX, pocas personas se habían librado en este mundo de una mirada inquisidora, educativa o sugestiva: levántate, párate, sal, entra, siéntate, vístete, cállate, come, abrázame. ¡Ay, si las miradas mataran!, dicen en el argot popular. Posiblemente, en muchos casos, una mirada golpea con más consistencia que un mazo de madera. Antiguamente su beneficio consistía en que no eran necesarias las palabras. Algunos siguen mirando ese tiempo con añoranza y suspiro.
Los que venimos del campo, con espacios abiertos, que lográbamos jugar “a las escondidas” y correr por los patios y veredas, sabemos muy bien los resultados de un prolongado silencio, del alejamiento de la casa o de la fuga premeditada; luego en aquel silencio ensordecedor, la voz de la madre que, atada al fogón de leña, decía: “Fulano, deja eso”; por lo general, el tono y la intensidad de la voz permitía comprender la gravedad del delito. Posiblemente las madres “padecen” del don de la bilocación, el octavo sentido y de poder ver, como decían los Cartoon Network, “más allá de lo evidente”: allí en el escondite, donde entendíamos que sólo los ojos de Dios nos observaban, en ese momento y en ese lugar, nos encontraban los ojos omnipresentes de la madre, casi siempre advirtiendo la llegada tempestiva de un escarmiento.
Pero las madres no solo observan, vigilan y presienten las acciones que pueden producir daño a sus hijos con el fin de infligir castigos. No. Lo hacen, sobre todo, en busca de cuidarlos, porque una buena madre siempre protege de sus hijos: la Madre Tierra, la Madre Patria, la Madre del Cielo, la Madre Iglesia, la madre de vientre fecundo, la madre de corazón. Incluso hay enojos que se justifican, cual Jesús en el Templo de Jerusalén (Mc 11,15-17), porque es un modo de mostrar el amor al fruto de su vientre. Entonces podemos comprender porqué la “Madre Tierra”, no perdona los ataques de los hijos que la golpean, la destruyen y la asfixian y, en pocos días, detuvo toda agresión hacia ella: aviones, barcos, automóviles, industrias y, sobre todo, al ser humano. Los pulmones de la tierra luchan agonizantes por mantenerse respirando en un mundo contaminado. Los pulmones de la humanidad, mascarilla en nariz, necesitan desesperantemente, en metro y medio de distancia, un poco de aire puro para evitar contagiarse. Se enojó la Madre y se renovó la tierra; entonces entró Chayanne al escenario cantando con todos sus bailarines: “Cuando estés perdido y no sepas dónde vas, recuerda de dónde vienes y qué bien te sentirás. Siempre que llueva, escapa, son consejos de mamá. Que con la bendición de tus ancestros, llegarás. Tambor, tambor, tambor que llama a tambor. Tambor, tambor, tambor de mi madre tierra”.
Pero hubo una madre. ¡Corrijo! Hay una madre que nunca ha proferido amenazas, castigos o porfías. Es la Madre de la ternura, de la comprensión, del amor, del silencio. Tan humilde y fiel, que hasta el mismo Dios se fijó en ella. Modelo de mujer, esposa y madre. En ella se cumplieron todas las profecías del Antiguo Testamento y en su vientre se gestó la Palabra (Jn 1,14) que se constituyó el Primer Jueves Santo, en carne y sangre para la salvación del mundo (Mc 14,22-24). Su maternidad en la tierra es reflejo de la maternidad de Dios en el cielo (Ap 12,1-2) y su Hijo, el rostro de Dios en la tierra (Jn 14,9).
“Mujer” le llamó el fruto de su vientre resucitado (Jn 19,26), rememorando la misma voz de Dios en el Edén (Gén 1,27), porque ella es “la mujer” atenta a los riesgos que corría la vida de su párvulo, llegando incluso a mudarse Egipto, para salvarlo (Mt 2,13), tampoco se doblegó cuando la misma lanza que traspasó el costado de su Hijo en la Cruz (Jn 19, 34), atravesaba igualmente su alma, como se lo había anunciado Simeón 33 años antes (Lc 2,35); tierna y preocupada ante lo que podría haber sido una travesura de su pequeño adolescente, entre la multitud y las autoridades en el Templo de Jerusalén (Lc 2,43); siempre presta a observar y colaborar en las necesidades de los amigos que la invitan a su casa y a sus fiestas (Jn 2,3); respetuosa con la vida independiente de su jovenzuelo, cuando echó alas y empezó a volar buscando hacer la voluntad de su Padre del cielo (Mt 12,46-47); su compañía perfecta en las situaciones de dificultad, sobre todo cuando los demás lo abandonaron y él asumía con gallardía y amor las consecuencias de su misión (Jn 19,25); asumió con seriedad la nueva tarea que su Hijo ponía en sus manos y nos recibió a todos, de un solo golpe, al pie de la Cruz (Jn 19, 26-27) y estando, junto a los Discípulos en el momento de la manifestación del Espíritu Santo el día de Pentecostés, participó de la fundación de la Iglesia (Hech 1,14).
La Iglesia le dedica el mes de mayo a esa Mujer y un mes es muy poco. La mayor parte de los países del mundo celebran, en su honor, el Día a las Madres precisamente en este mes y un día no es suficiente. Aquellos que la festejan antes o después de mayo, lo hacen mayormente con ocasión de alguna fiesta en honor a la Madre de Jesús, porque la Madre del cielo y las madres de la tierra, se parecen y no es para menos: pertenecen al género femenino y la maternidad les ofrece dones que solo a ellas les adornan.
Ella nos enseña cómo ser verdaderos cristianos: cuando no entiende, pregunta hasta al mismo Dios (Lc 1, 34), porque hay que saber dar razones de nuestra esperanza (1Pe 3,15), pero cuando comprende, acepta la voluntad del Padre hasta convertirse en su esclava (Lc 1, 38) y, de este modo, gestó al Hijo de Dios durante 9 meses en su vientre y durante toda su vida, guardó y meditó la Palabra de Dios en su corazón (Lc 2,19): ella es Miriam-María, que significa amada de Dios, la elegida; como tu Madre del cielo o la que Dios te eligió en la tierra.
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