De regreso al Seminario Mayor

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En el mismo año 1973 se celebró en el país una ­semana de solidaridad con los presos políticos. Estaba en la cárcel de La Victoria, Rafael Chaljub Mejía (a cuya familia traté en Las Gordas (Nagua) en 1966, sobre todo a su padre Jorge, a su hermano Nelson y a la novia de éste, Idalia). Estaba también Moisés Blanco Ge­nao (hermano del semina­rista Puro Blanco Genao), y otros muchos más. Cuan­do fue liberado un buen gru­po de ellos, Moisés fue al Se­minario a darnos las gracias. Chaljub Mejía, aunque no fue, dio las gracias.

Nosotros habíamos reali­zado en favor de ellos hasta lo que pomposamente llamamos huelga de hambre, en la parroquia María Auxi­liadora, en Santo Domingo. De hecho fue un ayuno de viernes a domingo en la no­che. Ayuno riguroso en que fuimos recompensados con un sabrosísimo asopao pre­parado en casa de unos amigos (o amigas) de Andrés Espinal, creo que oriundos de Bonao. No estuve observando a los demás, pero al menos yo tomé la cosa con absoluto rigor.

Durante la huelga estuvieron con nosotros Gladys Gutiérrez, Carmen Mazara, Mirna, y otras esposas, viudas y familiares de gente considerada de izquierda. Esta actividad me tocó coordinarla a mí, pues ya Lidio Cadet estaba preparándose para la ordenación, que se llevaría a cabo el 22 de di­ciembre del 1973. A partir de aquí, yo sería uno de los coordinadores del grupo del Seminario, habiéndole en­trado sangre nueva en las personas de Porfirio Rodrí­guez, Félix De la Rosa, Ramón Abreu, Paulino Peña (Oscar), Paulino Reynoso (Toño), Manuel De Castro y otros.

Pienso que fuimos testa­rudos y audaces, quizá como los jóvenes de entonces. Una vez teníamos programada una actividad, no re­cuerdo cuál, y un obispo nos pidió, creo que por medio de Fausto Mejía, que no la rea­lizáramos. Nos reunimos para oír lo que pedía el obispo, y recuerdo que dije unas palabras lógicas, pero caren­tes del más mínimo espíritu eclesial: si estábamos convencidos de la conveniencia de la acción acordada, ¿por qué íbamos a echar para atrás? Gracias a Dios que no me hicieron caso, y se hizo lo que pedía el obispo.

Al final de agosto de 1974 fui despedido del Se­minario. Había concluido el segundo año de teología. También fueron despedidos Abercio González Vander­linder, Félix De la Rosa Ávila y Juan Pablo Liriano. Félix volvió al Seminario para el curso siguiente (septiembre de 1974), enviado por su Obispo Mons. Juan Félix Pepén. Yo volvería al año siguiente, y los demás no volverían.

Mucha gente estuvo cer­ca de mí en ese momento difícil. El padre Fausto Me­jía hizo un viaje para ir a verme a casa, a Licey; el padre Fello (Rafael Felipe) estuvo muy cercano, lo mis­mo que Monseñor Moya. Otro tanto hicieron el padre Arnáiz y Monseñor Roque Adames.

Cuando recibí la noticia de mi expulsión del Semi­nario, iba en camino hacia la parroquia Santa Cruz, de Baní, y seguí hacia allá. Visité varias comunidades, desde Iguana hasta La Mon­tería; en Caoba nos aloja­mos, Andrés Espinal y yo, en casa de Jesús Villar (Jesús Cheché) y Paulina, su esposa, padres de Ignacia, Miguelina, Domínica y Rijo, parientes cercanos de Ra­dhamés Villar. Aquí, ade­más de la amabilidad, en­contré el tejamaní (bahare­que, en otros países), que no conocía; tierra mezclada con estiércol de vaca y agua, para formar las paredes de la casa.

Mientras yo estaba con Andrés Espinal, alojado en casa de Jesús, en Caoba, Salvador Encarnación y otro seminarista estaban en Ya­guariso, el otro campo vecino y rival; en ese tiempo nos decían que la rivalidad entre los dos pequeños poblados se debía a que los de Yagua­riso se creían de raza blanca, y consideraban negros a los de Caoba. Los divide un arroyo que permanece normalmente seco.

Al amanecer del primer día de nuestra estadía en esos lugares, temprano, vi­mos que había llegado Sal­vador Encarnación; no re­cuerdo si venía con él también el otro seminarista. Pre­guntamos qué pasó, pues no se suponía que nos encontrá­ramos tan pronto. Salvador nos contó que fueron alojados en un bar y, cuando estaban ya acostados, llegó al­guien gritando que quién había metido esa gente en el bar. Era el dueño. Alguna persona le explicó, que se trataba de lo que habían acordado. Entonces el hombre cayó más o menos en cuenta y dijo: “Ah, estos son los consejeros…”. De todos modos ya los seminaristas se sentían ofendidos. Espera­ron el amanecer, y abando­naron Yaguariso. Volvieron a Baní, a la Parroquia Santa Cruz, pero no sé a dónde fueron entonces.

En esta ocasión conocí a María Altagracia Mateo Vda. Zapata (Pirindín), un tronco de fe, de Río Arriba, Baní, a quien no olvidaría. Al volver como Obispo, mu­chos años después, he en­contrado a sus descendien­tes, así como otras personas de estos lugares, que me han dado permanentes muestras de cariño y de adhesión a la Iglesia.

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