Puerto Rico y Nueva York

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Conseguí que un joven dominicano se encargara de la Pastoral Ju­venil de la parroquia Santísima Tri­nidad, (Holy Trinity, en N. Y.; esto me alegró, pues era un joven valioso, con experiencia en alguna parroquia de Santo Domingo. Acordamos un encuentro para iniciar los trabajos, y el joven no apareció. Yo, como toda mi familia, enfermo de responsabilidad, dije cosas: caramba, tan bien que iba… Poco tiempo después supe que dicho joven estaba ilegal, llega­ron los inspectores de migración a la empresa donde trabajaba, y a duras penas alcanzó a huir por una ventana; ahora se encontraba en otro Estado. Aprendí que también esto era Nueva York.

Además de New Jersey y Penn­syl­vania pude visitar Con­necticut, en donde tuvimos un encuentro de ­seminaristas de la diáspora, promo­vido por el querido padre Fernando De Arango, sj. La actividad se llevó a cabo en casa de una prima suya que trabajaba en la ONU; era una casa hermosa, rodeada de bosques, con un lago en el que había tortugas; ahí aprendí de un niño como de cinco años la pronunciación norteamericana de la palabra turtle (tortuga).

De regreso a Nueva York, coincidí en autobús con un reconocido sacerdote del país, que acababa de dejar el ministerio. Como lo apreciaba y lo había tratado un poco, me atreví a preguntarle si había abando­nado el ministerio para casarse; me respondió enfáticamente que no. Pero poco tiempo después se presentó con su esposa en un programa, en Santo Do­mingo, en donde se vio claramente cuál era su intención.

Todavía me pregunto por qué, ­aquella vez que hablamos saliendo de Connecticut, este Padre no me habló sinceramente. Quizá lo hizo por no influir en un joven semina­rista como lo era yo.

A propósito de curas, andaba un día por Los Sures (South), Brooklyn, con el seminarista Andrés Espinal. En una esquina nos encontramos con un sacerdote y un ex sacerdote de La Vega (el primero posteriormente dejaría también el ministerio). Nos saludamos como buenos dominica­nos que se encuentran fuera del país, hablamos un poco y seguimos. ­

Al tiempo terminé yo mi expe­riencia en Nueva York y regresé a Licey. Tiempo después me encontré con el tío Apolinar, en casa, y em­pe­zamos a hablar de Nueva York. Como yo sabía que Apolinar era amigo del cura que encontré en Los Sures, le conté que lo había visto junto al ex sacerdote. Sin quererlo yo vine a destapar un embuste, más de un año después, ya que el referido cura le había dicho a mi tío que no había visto al ex-cura. Lo único que pensé fue en el refrán el cojo y el mentiroso no van muy lejos.

En Nueva York, llevé a Juana Morillo, la esposa del tío Alejo, al espectáculo que presentaba Radio City. Proyectaron en una pantalla enorme “See no the evil”, protagonizada por Mia Farrow. También un show de variedades con El Bolero de Ravel. Pero el momento inolvidable para mí fue cuando sorpresivamente presentaron a un tenor que cantó Granada, la de A. Lara. Parece que ya necesitaba yo escuchar algo en mi propio idioma; aquello me pareció maravilloso.

La pobre Nana no se callaba mencionando este espectáculo. Y es que, por lo que sé, en ese tiempo los inmigrantes dominicanos no hacían más que trabajar, sin visitar apenas algu­nos de los lugares emblemáticos de Nueva York. Yo visité varios de esos lugares, como el Museo Metropoli­tano de Arte, el Museo de Ciencias Naturales, que ya mencioné, etc. A mis tíos los sorprendió que, desde que llegué agarré mi mapa de trenes y me iba solo a todas partes (cuando pedí el primer mapa en una estación de trenes, el señor que los repartía se sonrió, pues parece que lo pronuncié como “mop” (trapeadora, “mapo”).

En ese tiempo (agosto 1971) ad­quirí, creo que en el mismo Museo Metropolitano, dos pequeños libros de pintura, editados por Barnes & Noble (Art Series): Picasso, de Ja­ques Damase; y Velas­quez, de Denys Sutton. Dos pequeñas joyas que todavía conservo, aunque un poco desca­labrados de tanto ir y venir. Ha­bía muchas obras interesantes de pintores famosos, pero mi bolsillo no alcanzaba para más.

Posteriormente pude adquirir algunas colecciones de libros dedicados a la pintura (clásicos y también locales), e incluso alguna edición digital de pinturas famosas. Siempre me llamó la atención El Bosco (Bosch), lo mismo que Dalí; de éste me impresionó, cuando la vi, su obra “Persistencia de la memoria”, la de los relojes flexibles, y a mi regreso de Nueva York le traje a Monseñor Arnáiz “La última cena”, en formato bastante grande, de este mismo ­pintor.

Por el padre Arango conocí y aprecié los impresionistas franceses; tenía un hermoso volumen dedicado a estos pintores y me lo prestó por algún tiempo. Él ponderaba mucho “Bailarina saludando”, de Edgar Degas; creo que mencionaba la vaporosidad del traje… El mismo padre Arango llegó a pintar algunos cuadros; uno de ellos, al óleo, de formato mediano, estaba colgado en la salita de espera de Manresa Loyola. Era, según recuerdo, un paisaje con pinos, incluso con algún tronco de árbol caído. Me mostró otros, pero no los recuerdo.

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