Ojos para ver a Dios

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Cuando el Señor sentado con los discípulos “partió el pan”, se le abrieron los ojos y lo reconocieron. Ni cambiar, ni discutir, ni conversar. ¡Ver!

Si hay en nosotros un trasfondo, un perma­necer contemplativos, el corazón comienza a ver en cualquier realidad cotidiana y, de ese modo, los sentidos se transforman en un “ver” del corazón.

“Solo se ve bien con el corazón”, decía el pequeño príncipe de Saint-Exupéery. Es, así, como cimentados en el amor, podéis comprender con todos los santos cuál es la anchura y la longitud, la altura y la profundidad y conocer el amor de Cristo que excede a todo cono­cimiento” (Ef 3, 18-19.

¿Cómo no desear que en nuestra cotidia­nidad se abran ­nuestros ojos? ¿Ver con el cora­zón de carne lo que excede a todo cono­cimiento? ¿Ver, por el amor, el Amor? La clave la tienen los niños, que tienen el alma limpia. “Biena­venturados los limpios de corazón porque ellos verán a Dios” (Mt 5,8).

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