Entrega No. 2
En octubre de 1963 fue a recogerme a mi casa el Padre Agripino para llevar a mis padres a dejarme en el Seminario San Pío X, de Licey; dicen que con bastante llanto de mi familia (yo sólo lloraba con las pelas, que eran frecuentes). El Seminario estaba sólo a unos cuatro kilómetros de mi casa, pero era la primera vez que salía para permanecer fuera, y la del Seminario era rigurosa vida interna. Había tres momentos al año en los que podría visitar mi casa: Navidad, Semana Santa y verano.
Papá iba en su bicicleta a visitarme algún domingo, y muchos seminaristas querían practicar en ella (era un aparato viejo, y éramos unos ciento treinta seminaristas). Le sugerí que cuando volviera, la dejara en casa de Doña Ninita, frente al Seminario (la madre de Félix Fernández y de mi futura comadre Yolanda); y así lo haría de ahí en adelante.
Algún día llegó a visitarme, me buscaban y yo no aparecía; es que había un piano en un saloncito y yo me metía a darle a las teclas, según me parecía (por supuesto, mis manos ya eran más de carnicero que de pianista). Pero me entretenía bastante, pues siempre me he llevado bien con la música. Ya antes era capaz de recordar al instante melodías, cantantes, etc. Pero en esto me superó mi hermano Constantino.
Debe recordarse que el Seminario San Pío X comenzó a funcionar sin estar terminado; supongo que en ello influiría el mismo hecho de la explosión de la bomba (que siempre se ha dicho fue colocada por la gente de Trujillo), que hizo bastante daño al edificio. A mí me tocó oír quejas de los seminaristas del primer grupo (de 1962), respecto a la incomodidad que vivieron; al ingresar yo, todavía se formaban charcos enormes en el patio, pues bajaba toda el agua que venía del Norte; la inclinación del suelo iba bajando hacia el Sur. Esta era la ruta de las aguas, los sapos y también de la gente, que atravesaba por en medio del Seminario.
Así fue que una tarde nos asustó Antinoe, un jovencito del vecindario, pequeño pero con voz bastante grave. Estábamos estudiando en el salón contiguo a la capilla, concentrados totalmente; de repente se oyó la voz: “Saiminarita, aquí se le quedó un cuaideno”. A alguien se le había quedado un cuaderno en el patio, y Antinoe quería entregarlo; el asunto fue que oímos la voz, pero no veíamos a su propietario.
En este mismo salón pasaron muchas cosas. Aquí, por las noches, explicaba el Padre Flores la Sacra Virginitas. También nos reunía Mons. Polanco cuando iba de visita al Seminario; cuando él iba, eran suspendidas las clases, y nos reunía para contarnos sobre sus viajes. De la India trajo unos floreros metálicos (negro con dorado), que eran colocados sobre el altar. En una ocasión nos hablaba y salió la palabra alpinista; preguntó qué significaba, y Juan Manuel Rodríguez levantó la mano: es uno que se gavea por las montañas… “Ay, ay, ay…”–dijo Mons. Polanco, y entonces dijo: que escalan montañas. A Rafael Peralta Brito le preguntó algo y, al ver que éste daba algunas vueltas en la respuesta, le dijo: “Peralta, no te subas en javilla, que luego no puedes bajarte”.
Hay cosas en la vida del Seminario que las recuerdo vivamente: la Misa, y la meditación antes de ésta, en el silencio de la capilla, con su Sagrario, en cuyo frente se lee Ego Svm (yo soy), con una laminita metálica en forma de pez puntiagudo, con la que se disimulaba el ojo de la cerradura; recuerdo los retiros, y la adoración ante el Santísimo Sacramento.
El mes de mayo era dedicado a la Virgen; el Padre Flores (sí, el mismo Mons. Flores) nos enseñó a cantar: Es más pura que el sol, más hermosa que las perlas que ocultan los mares / ella sola entre tantos mortales del pecado de Adán se libró. Salve, salve, cantaba María; que es más pura que tú sólo Dios…
Son inolvidables los radio-teatros, obras teatrales leídas por un grupo: “Murió hace quince años” (de José Ant. Jiménez-Arnau), “Historia de una escalera” (Antonio Buero Vallejo); la pintura mural para la primera la realizó Justo Hernández. Recuerdo que me impresionó porque parecía real.
Para la segunda obra, dibujó Milcíades Herrera sobre una cartulina una escalera en un patio interior, que luego fue enmarcada.
Mi curso presentó La dama del Alba (de Alejandro Casona) en la que yo representaba a la muerte (La Peregrina) y Juan Pablo Liriano hacía de madre. Como este era un hombre hecho y derecho, con voz grave, se le pidió que para cerrar la obra, en que la hija decía “¡Madre!” y él tenía que responder “¡Hija!”, que suavizara un poco la voz. Pero parece que por emoción o por nervios olvidó la recomendación y la madre soltó, con tremenda voz varonil: “¡Hiiiija!”. Aparte de estas obras, creo que también se presentó alguna de Alfonso Sastre.
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