Enseñar y recordar son dos de las “funciones” del Espíritu tal como se nos dice en el Evangelio de este domingo: “El Espíritu Santo, que enviará el Padre en mi nombre, será quien se lo enseñe todo y les vaya recordando todo lo que les he dicho”. Al enseñar nos pone a mirar hacia delante (¿hacia dónde señala la enseñanza si no es hacia delante?) y al recordar nos hace volver la vista atrás. Pasado y futuro configuran el presente que vive la persona. Entre ambos se crea la obra que el ser humano es. El primero (el pasado) debemos verlo con mirada agradecida; el segundo (el futuro) con mirada esperanzada. En nuestra vida el pasado siempre se está recreando como futuro y el futuro como pasado. El uno y el otro se están haciendo uno solo en el presente. Es lo que Ortega ha llamado pre-tensión.
El Espíritu es la garantía de todo esto. Jesús dejará de estar presente físicamente entre los suyos (así lo repetirá una y otra vez en el discurso de despedida del cual leemos un pequeño trozo este domingo); lo sigue estando gracias a la memoria y a la proyección que el Espíritu hace presente en sus seguidores. El Espíritu es el continuo presente en la vida del creyente. Recordemos que el presente no es un dato ya dado, sino que se va haciendo. El Espíritu, por consiguiente, es una fuerza de actuación continua y permanente en la vida del cristiano. Por eso es vital. Va posibilitando la vida aquí y ahora. Desde ese continuo presente mira hacia atrás y recoge de allí lo que le sea útil para avanzar; también desde ese punto mira hacia delante y descubre que el camino le exige dejarse sostener por una mano más fuerte.
Poniéndonos a mirar hacia el pasado (siempre con mirada agradecida) y hacia el futuro (siempre con mirada esperanzada), el Espíritu despierta en nosotros razones para vivir y para llevar a cabo nuestra misión en el mundo. ¿No es lo que necesitarán los discípulos cuando el Maestro ya no esté físicamente presente? Lo que estamos imaginando que vamos a ser no debemos separarlo del pasado que hemos sido y que hemos vivido. Memoria e imaginación son inseparables. Los discípulos tendrán que imaginar posibles derroteros para su vida futura tanto en lo personal como en lo comunitario; solo podrán hacerlo si se mantienen conectados al pasado. Podríamos decir del discípulo de Jesús lo que Ortega decía del historiador: es profeta del pasado. Leon Bloy ha dicho algo parecido: “Profeta es aquel que recuerda el futuro”. Lo es en cuanto capaz de anticiparse desde el presente a las consecuencias futuras de lo sucedido. El punto de unión de cada tiempo lo constituye el Espíritu. Se remontarán al pasado, sí, pero con un sentido. Dicho sentido les ayudará a descubrirlo el Espíritu Santo. ¿No consistirá en eso el buen discernimiento?
En la medida en que el Espíritu recuerda el pasado está apuntando al futuro. Recordemos que no hay futuro ni pasado estáticos. El Espíritu ayudará a que los discípulos recuerden el pasado para que se hagan responsables del mismo porque lo que hay es un pasado que se hace en el futuro. Quien vamos a ser es razón de lo que hemos sido y lo que hemos sido está en razón de lo que seremos.
Un pasado que no impulsa hacia el futuro se queda en la nostalgia y un futuro que no tiene en cuenta el pasado avanza sin fundamentos, a “lo loco”. La memoria que el Espíritu suscita en el discípulo no es un ancla que lo mantiene atado al pasado; sino impulso para avanzar por un camino que trae una larga trayectoria y que se prolonga a lo infinito; esto es, a lo desconocido. Aquí el Espíritu también tendrá la última palabra.
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