Desde que recuerdo

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Mi profesora de tercer curso de primaria fue Gloria Taveras. Ella contrajo matrimonio con Porfirio Guzmán (Pito), hermano de la Srta. Lin. Pasaron a residir muy cerca de mi casa. La re­cuerdo como excelente persona y profesora. No olvido sus protestas por el bar que había cerca de la escuela, en la carretera Duarte, donde bailaban hasta de forma in­decente. Solían poner en la vellonera canciones de Ce­lina y Reutilio, el dúo cu­bano, así como merengues en honor a Trujillo: recogiendo limosna no lo tumban, qué va gallo, qué va…

Cerca de este bar, al pie de la gran mata de roble, nos tocó ver y oler, tempranito en la mañana, la sangre de Lalo, esposo de María, hermana de Vira; lo habían ma­tado durante la noche, y habían cubierto la sangre con serrín de madera.

Otro de los primeros ase­sinatos de los que tuve noticia fue el de un profesor, más allá de Canca la Reina; creo que era de apellido Lora. Por el momento no se sabía quién era el asesino, pero la gente daba por un hecho que lo atraparían.

No se trataba de ningún indicio extraído de una no­vela policíaca, sino del simple dato de que al muerto se le cayó un zapato, y éste quedó boca arriba. Según la gente de ese tiempo, si esto pasaba, indefectiblemente era encontrado el matador. Hasta recuerdo que hablaban de un zapato a dos tonos, al estilo de los que usaban los bailadores del son. Lo que no recuerdo es si se cumplió lo que con tanto aplomo aseguraba la gente.

Tuve noticia de otro cri­men. En una ocasión se me acercó con tono misterioso un primo, y me susurró al oído que un pariente mío había matado a alguien. Yo, muchacho todavía, me asus­té. Pensé que acababa de suceder. Cuando pregunté más tarde sobre el asunto, resultó que era verdad, pero ya el autor había cumplido incluso sus años de reclu­sión. Se ve que es el típico caso del muchacho más viejo que –quizá sin proponérselo– trata de deslumbrar al menor, mostrándole algo del mundo misterioso que se supone él, como mayor, conoce.

Los cursos cuarto y quinto los hice en Canca la Rei­na, a unos tres kilómetros. Viajábamos diariamente Teresita (Milady) mi hermana y yo, junto a Manolito y Rosario (Charo) y otros jóvenes del vecindario; por un tiempo nos acompañó también el primo Domingo (el de Abrahán Bretón y Altagracia Lara).

Primero iba yo en la bicicleta de papá, pedaleando por debajo de la barra, pues no alcanzaba de otro modo; era inevitable que la bicicleta se ladeara un poco con el peso del cuerpo, por lo que era fácil deslizarse donde había arena, o si llovía. Solía amarrarme un cartón a la pierna derecha, para que la cadena no me manchara el pantalón. Luego íbamos Milady y yo en la burra, pero ésta tenía muy enferma una oreja y no nos atrevíamos a llegar a la escuela en ella; la dejábamos en una casa, un poco antes de llegar a la misma.

Un día íbamos a pie y se acercó un joven que saludó y se puso a hablar con Mano­lito (Manuel Bretón Medi­na); parece que estaba ena­morado de Charo, su herma­na. En un momento, el joven –señalando a Charo– le dijo a Manolito: ¿quiere que se la curde? Y es que se supone que un enamorado debe hablar fino, para impresio­nar; en ese caso un cibaeño no pronuncia la i donde debe ir (cuide).

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