Tanto la primera lectura como el Evangelio de este día nos alertan sobre el poder de la palabra humana, rasgo esencial de la persona. La palabra que alguien pronuncia tiene la facultad de revelar su
interioridad: “Cuando se agita la criba, quedan los desechos; así, cuando la persona habla, se descubren sus defectos”. Es un medio idóneo para probar de qué calado es la personalidad de alguien y las
intenciones que abriga: “El horno prueba las vasijas del alfarero, y la persona es probada en su conversación”. Porque como “el fruto revela el cultivo del árbol, así la palabra revela el corazón de la persona”. No olvidemos que el corazón es lo más profundo del ser humano, donde se guardan los tesoros del alma, la residencia de la voluntad; recodo donde habitan los más profundos sentimientos y deseos. Por eso la primera lectura recomienda: “No elogies a nadie, antes de oírlo hablar, porque ahí es donde se prueba una persona”. Porque, tal como dice Jesús en el evangelio: “de lo que rebosa el corazón habla la boca”. ¡Cinco dichos que recogen una gran sabiduría en torno al hablar!
La sabiduría que contienen estas sentencias nos invita a estar atentos al espíritu que encierran las palabras que una persona pronuncia. Como bien ha dicho Raimon Panikkar, como es característico en él: “la palabra no es más que el manto de la realidad y, demasiado a menudo, su tumba”. Este pensamiento de Panikkar evoca en mí los cuatro peligros que el hablar conlleva, según la experiencia de algunos
monjes, y que recoge Anselm Grun en su libro Elogio del silencio: En primer lugar, el que habla en demasía da rienda suelta a la curiosidad, la cual, a su vez, provoca una gran dispersión en la persona. Quien se deja dominar por la dispersión, por lo regular revela una personalidad vacía y superficial; carece de solidez interior; le cuesta sopesar las cosas. Todos conocemos personas así, incapaces de guardar un secreto; como dice una antigua sentencia: “son buenas personas, pero su casa no tiene puerta, y cualquiera puede entrar en el establo y llevarse el burro”. Quien se deja dominar por
el ansia de decirlo todo tiene en la mano aquello de lo que quiere hablar y se lo arroja al otro; sin filtro, sin juicio previo, sin discernimiento.
Un segundo peligro que se puede correr al hablar es juzgar a los demás muy fácilmente. Muchas de nuestras palabras salen de nuestra boca, y, por tanto, de nuestro corazón, para hablar de los demás. Suelo decir que una de las cosas más entretenidas es hablar del otro. ¡Podemos pasar horas y horas hablando de los demás, pero cuánto nos cuesta hablar con nosotros mismos! De lo que muchas veces no caemos en la cuenta es que cuando hablamos de los demás estamos hablando de nosotros mismos, de lo que hay en nuestro interior, de los pensamientos y sentimientos que llevamos cautivos en el corazón. “De lo que rebosa el corazón habla la boca”. Todo lo que decimos nos delata a nosotros mismos.
Un tercer peligro que se corre al hablar en exceso es mostrar nuestra ansia de notoriedad. Con frecuencia, quien mucho habla pretende convertirse en el centro de la conversación y de lo que dice; vuelve
una y otra vez sobre sí mismo hasta que cree alcanzar la notoriedad
que persigue. “La locuacidad es el trono de la vanidosa avidez de
notoriedad, en el que se sienta para administrar justicia sobre sí
misma y darse a conocer al mundo a bombo y platillo” (Juan Clímaco,
monje griego).
Finalmente, el cuarto peligro resaltado por los monjes, en el ejercicio del habla es la pérdida de la actitud de vigilancia interior. El que mucho habla pone en riesgo la actitud de alertaconsigo mismo. Una sentencia antigua del padre Diadoco recoge este pensamiento: “De la misma manera que, si se mantienen abiertas las puertas de un cuarto de baño, el calor sale rápidamente de él, el que habla mucho, aunque sea bueno lo que dice, deja que su memoria se escape por la puerta de la voz” Y no olvidemos que “el silencio es uno; las palabras son muchas”.
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