Una de las obras más conocidas de Albert Camus, “La Peste”, está ambientada al norte de África, en Orán, lejos, aparentemente, del escenario sangriento de la Segunda Guerra Mundial. En un rellano de su casa, una mañana de primavera, un médico encuentra una rata muerta. Da la información al conserje, que no concede al hecho mayor importancia. Pero al día siguiente aparecen otras ratas muertas, asegurando el conserje que se trata de una “broma infantil” y exclamando con candidez que “¡No hay ratas en esta casa!
No obstante, en los días subsiguientes, el Doctor no sólo se encuentra con más ratas muertas por toda la ciudad, sino que va recibiendo en su consultorio a un creciente número de pacientes que padecen los mismos síntomas: hinchazón, salpullido y delirio, los que provocan la muerte en menos de cuarenta y ocho horas.
Un colega mayor que él le reclama no querer llamar a la enfermedad por su nombre. “Vamos, sabes tan bien como yo qué es esto. Más aún, sabemos todos, que principalmente las autoridades, negarán la verdad tanto tiempo como puedan”.
Pero como los hechos no se cambian negándolos, cuando la epidemia asoló a la ciudad entera, no quedó más remedio que darle su denominación verdadera: Era la peste bubónica.
El miedo y el riesgo principal de hoy en el ámbito de la sociedad y la política, y ya estamos viendo consecuencias desastrosas de ello en otros países del mundo, es el populismo, otro nombre, aparentemente disfrazado y hasta un tanto inocente, utilizado para no llamarlo por su verdadero nombre que no es otro que el resurgir del fascismo, como nos ha recordado Rob Riemen en su lúcido ensayo “Para combatir esta era. Consideraciones urgentes sobre fascismo y humanismo”. (Editorial Taurus, 2018).
El fascismo, como recuerda Riemen, “es el cultivo político de nuestros peores sentimientos irracionales: el resentimiento, el odio, la xenofobia, el deseo de poder y el miedo”. Y esto fue lo que hizo Mussolini, lo que hizo Hitler, lo que hizo Trujillo y lo que han hecho y hacen hoy otros gobernantes, ofreciendo falsas seguridades en tiempos de incertidumbre, pero seguridades que, a fin de cuentas, nos exigen pagar el precio de renunciar al valor sagrado de la libertad.
Es necesario hablar de estas cosas y pensar sobre estas cosas, pues el riesgo mayor de no llamarlas por su nombre es que con el paso del tiempo sea demasiado tarde. Y es que ni las personas ni las sociedades tomamos las mejores decisiones cuando estamos paralizados o inducidos por el miedo, estado emocional que nos priva de la suficiente lucidez y ponderación.
En la homilía de la primera misa de su Pontificado celebrada el 22 de octubre de 1978, Juan Pablo II pronunció aquella consigna memorable que impactó a la humanidad entera: ¡No tengan miedo!
Juan Pablo II había nacido en 1920, en el período que en historia contemporánea se conoce como “entreguerras”, es decir, entre la Primera Guerra Mundial (1914-1918) y la Segunda (1939-1945) y sabía muy bien del terrible impacto que en Europa del Este y, especialmente en su natal Polonia, había sembrado el totalitarismo comunista con su secuela de miedo, arbitrariedad sin límites y manipulación de las conciencias; pero, de igual manera, al pronunciar aquella consigna memorable, que se convirtió en lema de su Pontificado, sabía muy bien de los estragos que había causado y causa aún un capitalismo salvaje e irresponsable que explota la ambición y el desenfreno y que pretende generar autómatas y no ciudadanos libres, disciplinados y responsables.
Los tiempos que vivimos, en nuestro país y en el mundo, reclaman lucidez y serenidad, para no caer bajo el engaño de falsas consignas que manipulando nuestros temores nos impidan ver que no existen soluciones mágicas ni providenciales a nuestros males; que ningún mesías unipersonal nos proporcionará lo que todos debemos conquistar a base de solidaridad, fe, trabajo mancomunado y liderazgo responsable. Pero conviene estar alerta. En momentos de desconcierto puede surgir un Hitler, un Mussolini, o un Trujillo.
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