La prudencia y el arte de vivir en perspectiva cristiana

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Abundancia de conocimientos no es equivalente a sabiduría. En sentido clásico la sabiduría estuvo siempre considerada como “el saber vivir”, entendiendo por tal una vida virtuosa; una vida buena, no orientada según los fugaces caprichos del placer o las pasiones, sino aquella que busca elevarse por encima de la instintiva animalidad procurando alcanzar la excelencia en todas sus dimensiones, muy especialmente, en el plano ético y espi­ritual.

Y es por ello que entre las virtudes clásicas por excelencia ocupó siempre la prudencia sitial privilegiado.

Como nos han recordado José Ramón Ayllón y María Muñoz en su hermoso libro “555 Joyas de la sabiduría”, prudencia “la prudencia designaba la cualidad máxima de la inteligencia, el arte de elegir bien en cada caso concreto, una vista excelente para ver bien en las situacio­nes más diversas, una difícil punte­ría capaz de apuntar en movimiento y acertar sobre un blanco también móvil: la vida misma”.

Y es que vivir responsablemente es elegir. Como nos recordaba cons­tantemente Ortega y Gasset, a nadie se le da hecho el sentido de la vida y cada uno habrá de construirlo y encontrarlo a través de las constan­tes y diversas elecciones que en la misma realice.

Por eso es importante saber elegir para no desorientarnos, o al me­nos, desorientarnos lo menos posible en nuestro trayecto existencial. Y para lograrlo, hasta donde es posible, hemos de cultivar constantemente la virtud de la prudencia, definida por Marco Aurelio como “la atención a cada cosa y ningún tipo de descuido”.

Un hermoso poema de Ana­creonte que nos recuerdan los auto­res antes citados, refiere que los dioses repartieron diversas cualida­des entre los animales: veneno, fuerza, astucia, velocidad, dentadura, pero al hombre le tocó en suerte algo muy distinto: la prudencia. Regalo que exige ser conquistado, pues nada resulta más difícil que alcanzar el gobierno de sí mismo; el señorío sobre nuestras propias inclinaciones y decisiones.

Con la natural evolución del len­guaje, cierto es que la palabra prudencia se ha ido transformando, de­rivando hacia una distorsión que los clásicos no le atribuyeron en sus orígenes. La más significativa consiste en confundir la prudencia con la astucia, con lo cual, la misma ha venido a significar para muchos el cálculo engañoso que procura ventajas; estudiadas fórmulas prepara el fracaso del otro. La persona ­astuta todo lo pone al servicio del egoísmo, ya sea como actitud personal o como actitud grupal. En cualquiera de las formas hace daño y siembra resquemor y descon­fianza.

De lo antes dicho se desprende que hemos de luchar siempre contra toda forma de manipulación, de mentira o de hipocrecía. La prudencia, como nos recordara el gran ­renovador de los estudios morales contemporáneos Bernard Haring, es “el ojo alerta del amor”, pues sólo desde la perspectiva de la caridad, del amor auténtico, podemos ser capaces de valorar lo que eleva nuestra dignidad y la de toda persona humana y diferenciarlo de aquello que la disminuye y la denigra.

La prudencia solo es virtud plena y capaz cuando para la edificación de una sociedad justa y cuando es expresión de la bondad del corazón.

Cuanta falta nos hace su ense­ñanza y su cultivo para saber cuándo hablar y cuando callar; cuando aconsejar y cuando guardar silencio; cuando avanzar cuando dete­nernos y cuando rectificar.

El cultivo de la prudencia ha de ayudarnos a procurar el siempre difícil equilibrio entre la inteligencia y el corazón, pues los seres hu­manos, como nos recordara Platón en uno de sus famosos mitos, ­semeja un carro tirado por dos caballos: el ideal y las bajas pasio­nes. El arte del buen jinete consiste en aprovechar la fuerza del brioso caballo y apretarle las riendas al que quiere desbocarse. De ahí que nos sugiriera las cuatro virtudes cardinales para la vida, esas que luego nos recordarían en las inol­vidables lecciones del catecismo: prudencia, justicia, fortaleza y templanza.

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