He vuelto, como antaño, a recorrer las difíciles y hermosas tierras de El Castillo, La Isabela, en Puerto Plata.
Se trata de un lugar cargado de reminiscencias históricas, a pesar de los escasísimos restos arqueológicos.
A mí me recuerda, además, los inicios de mi vida sacerdotal, en que, junto a tres sacerdotes nos multiplicábamos tratando de abarcar el extenso y variado territorio en el que nos tocaba servir.
En el camino, desde antes de llegar a Luperón, han venido a mi mente los nombres de muchas personas, fieles hijos e hijas de la lglesia, algunos de los cuales están ya en la Casa del Padre: Casiana, Mundito, Paula, Heroína, Juaniquito, Vitela, Inés…
Igual que nosotros, gran cantidad de personas se encaminaba hacia el mismo lugar: del este, del norte, del sur cercano o profundo…
Una interminable hilera de vehículos anticipaba la presencia de la notable multitud. Y luego, caminaban a pie, como en procesión, para arribar al preciso lugar del encuentro.
Estuvieron presentes el Legado Pontificio, todos los obispos, el Sr. Nuncio, así como un gran número de presbíteros, diáconos, ministros laicos; el Sr. Presidente de la República; autoridades civiles y militares, hombres, mujeres…
¡Quinientos veinticinco años hace ya de la primera Misa celebrada en América!
¡Cuántas cosas preciosas podríamos compartir!
¿Quién podrá hacer el cálculo exacto de todas las bendiciones que Dios ha derramado sobre estas tierras por el solo hecho de celebrar la Santa Eucaristía? A pesar de injusticias y pecado.
Y aquí, en la “primogénita de la fe de América” como la llamó el Santo Papa Juan Pablo II, aquí en esta humilde tierra, comenzó la nueva historia del amor de Dios hacia nosotros, los habitantes de este lado del mundo. Así nos lo recordó en su homilía el Legado Pontificio, el querido Cardenal Gregorio Rosa Chávez: “Aquí comenzó todo”.
¡Cuántos sacerdotes hemos celebrado la Santa Misa en este continente! Muchos, sobrecargados de trabajo; cansados después de largos viajes; celebrada de día o de noche (como en los tiempos de miseria en la colonia Española, la nuestra, en que los fieles, especialmente las damas, pedían celebración Eucarística nocturna, para que no las vieran tan pobremente vestidas…).
¡Cuántos sacerdotes abnegados! ¡Cuántos hombres y mujeres de verdadera fe!
Al pensar en todos estos años de presencia eucarística en América, han acudido a mi mente grandes figuras sacerdotales y también grandes creyentes y adoradores; a algunos de ellos he tenido la dicha de conocerlos; de otros, como de los más antiguos, nos han llegado las asombrosas noticias.
Entre la multitud de sacerdotes los habrá también como el P. Ángel, a quien Gabriel García Márquez describe como un ‘buey manso’, en La Mala Hora. Supongo que no serían muy ardientes las homilías de éste.
Los hay de celebraciones prolongadas, pero también he oído de algunos que no ‘celebran’ sino que ‘fulminan’ la Misa (“en menos de lo que canta un gallo…”).
Unos predican y llegan al corazón de su pueblo, y otros serán como el Padre McEnzie, de la canción de los Beatles, “escribiendo un sermón que nadie escuchará” (canción Eleanor Rigby: “Father McKenzie, writing the words of a sermon that no one will hear”).
Ni siquiera habrán faltado aquellos como el escurridizo personaje (según recuerdo, un sacerdote anónimo) de la novela El Poder y la gloria, del escritor inglés Graham Greene; una hija de este cura anónimo, una criaturita montaraz y huraña, anda por las páginas de dicha obra.
Por supuesto, ha habido y hay en este continente quien trate la Eucaristía como lo hizo Sartre en su conocida obra La Náusea; sólo verán ‘mujeres arrodilladas y un hombre bebiendo vino’. Penosamente, hay que decirles: no saben lo que se pierden.
Mientras tanto, continúa sobre los hombros de ministros y fieles la responsabilidad de valorar debidamente tan admirable sacramento, entregado por Dios también a nuestras gentes.
¡Qué gran privilegio y qué inmenso desafío para cada sacerdote!
¡Debemos continuar celebrando con dignidad, todos los días, la Santísima Eucaristía!
La primera la celebró Fray Bernardo Boyl; las actuales las celebramos nosotros. Y de la última, solo Dios sabe.
De todos modos, nos viene bien eso que anda escrito por ahí: “¡Sacerdote de Dios, celebra tu Misa como si fuera: tu primera Misa, tu última Misa, tu única Misa!”