Es muy frecuente escuchar en estos días navideños, muy especialmente en los ambientes laborales y en los departamentos contables y financieros de las empresas e instituciones, expresiones tales como: “Estamos pasando balance”, “estamos en cierre de año”. De este modo, después de un bien ponderado análisis de sus estados, sabrá la empresa cómo anda su salud económica, donde será preciso hacer correcciones, de cuáles gastos será necesario prescindir y en cuales áreas debe enfocarse mejor para crecer.
Los gerentes de empresa saben muy bien que no pueden pasar de un año a otro sin este balance de sus cuentas y sus operaciones, pues de no hacerlo, se corre el riesgo de caminar aceleradamente hacia la más deplorable bancarrota.
Si esta sana y necesaria práctica es tan imprescindible en el mundo empresarial, no deja uno de preguntarse por qué no ocurre lo mismo con nuestras vidas, con nuestra interioridad, con nuestra dimensión espiritual y emocional. Sólo que estos balances son distintos. Tienen su particularidad y su método. Por lo pronto, el más distintivo es que no podemos pagarle a nadie para hacerlos. Aunque se contara con el apoyo de un psicólogo, de un psiquiatra o de un consejero espiritual, al final del día nadie puede realizar por nosotros la tarea. En este punto no vale contabilidad por encargo.
La realización de este análisis es responsabilidad personal. Pero ¡cuántas quiebras personales, familiares y sociales se evitarían si lo realizáramos con detenimiento y con sosiego!
En el ámbito emocional, cuán necesario fuera pasar balance a las veces en que las emociones negativas nos dominan y determinan nuestro comportamiento. Cuanto tengo de iracundo y violento y cuanto de mesura y autocontrol; cuantas veces he herido a los miembros de mi familia, de mi entorno laboral, a mi amigo o a mi prójimo sólo por dar rienda suelta a la agresividad.
Y en la vida espiritual, ¿cuántos son mis activos y mis pasivos? Cuanto de humildad y cuanto de soberbia. Cuanto de sinceridad y cuanto de cinismo. Cuanto de egoísmo y cuanto de desprendimiento. ¿A cuántos he servido y ayudado, he confortado y escuchado?
Cuantas horas gastadas inútilmente que bien pudimos aprovechar para nuestro crecimiento humano e intelectual. En la oración, en la meditación, en la lectura. Pero preferimos la holgazanería, física e intelectual, que va atrofiando nuestros sentidos, olvidando aquello que con tanta sabiduría nos recordara Borges: ¡Que somos polvo y tiempo!
Pienso, en este aspecto, en la cantidad de horas improductivas que actualmente se gastan en el uso inapropiado de los celulares inteligentes con la consiguiente pérdida progresiva de los espacios necesarios para la interacción humana, para la comunicación interpersonal.
Cuán necesario es hacer balance de nuestras vidas con frecuencia. Pero al menos, qué triste es que no se haga por lo menos al término de cada año. Si lo hacemos responsablemente, veremos cuanta falta nos hace reordenar prioridades. Poner las cosas en su lugar. Pensar con seriedad en lo que realmente queremos y no en lo que nos han dicho que necesitamos.
Al realizar a conciencia este necesario balance nos daremos cuenta que en no pocas ocasiones hemos confundido lo urgente con lo importante, lo primordial con lo accesorio, lo efímero con lo trascendente; que vamos tan a galope que muchas veces gastamos la salud para conseguir dinero sin pensar que con dinero no se compra salud; que, a fin de cuentas, las cosas que de verdad valen no cuestan y que nada nos haría verdaderamente más felices, en la medida en que esto sea posible en este mundo, cuando en vez de dar cosas nos damos a nosotros mismos. En fin, que la más grande sabiduría está en comprender que las cosas no llenan el alma, la cual, como dijera en su célebre poema Amado Nervo: “Sólo se llena con eternidad”.