“Cuando el Espíritu Santo descienda sobre vosotros, recibiréis fuerza para ser mis testigos en Jerusalén, en toda Judea, en Samaría y hasta los confines del mundo.” Dicho esto, lo vieron levantarse, hasta que una nube se lo quitó de la vista. Mientras miraban fijos al cielo, viéndole irse, se les presentaron dos hombres vestidos de blanco, que les dijeron: “Galileos, ¿qué hacéis ahí plantados mirando al cielo? El mismo Jesús que os ha dejado para subir al cielo volverá como le habéis visto marcharse.” (Hechos de los apóstoles 1, 1-11)

El que es imagen del hombre perfecto ha rasgado las cortinas y ha penetrado en el cielo. Lenguaje simbólico, lo comprenderá el lector, pero real. El que ha salido de Dios vuelve a Él después de haber cumplido su misión en la tierra. La esperanza cristiana a su máximo nivel. Con su exaltación queda confirmada la victoria de Cristo sobre la muerte. A lo más alto del podio siempre suben los vencedores.

Siento que con su ascensión Jesús quiere señalarnos el camino. Un camino que ya había quedado insinuado en el Antiguo Testamento al narrarnos la historia de dos personajes que fueron conducidos al cielo: Elías y Henoc. Recuerdo que también existen diversas historias mitológicas de héroes y filósofos paganos de los que se dice que subieron al cielo, lo mismo que de algunos emperadores romanos. ¿Se resiste el hombre a aceptar que con la vida terrena le basta?

Noto que en lo que atañe a Jesús de Nazaret el Nuevo Testamento utiliza distintas palabras para hablar de lo mismo: su triunfo sobre la muerte. Siento que es un acontecimiento tan profundo que el lenguaje humano se queda corto, la multiplicidad de términos así me lo hace pensar: resurrección, apariciones, “estar a la derecha del Padre”, exaltación… balbuceos humanos tratando de contener lo inconmensurable de la acción divina. Lo temporal y lo espacial trenzado de manera singular. “Antes” y “después”, categorías temporales para señalar que el resucitado es el crucificado, que el Jesús histórico es el mismo Cristo de la fe. “Abajo” y “arriba”, lenguaje espacial para decirnos que el mismo que fue crucificado en la tierra (abajo, Jerusalén) ha sido exaltado al cielo (arriba). Expresiva ilustración de la exaltación de Jesucristo, acontecimiento que se sitúa más allá de la historia humana.

Vuelvo a leer el texto y llama mi atención la nube que envuelve a Jesucristo en su ascensión al cielo. Siento que estoy ante algo que es más que un simple fenómeno atmosférico. La nube es signo de la presencia de Dios. ¿Con esa imagen me quiere decir el texto que el Padre sale al encuentro del Hijo y lo envuelve en su amor? El Resucitado pasa, así, a formar parte del ámbito de lo divino. Escapa a nuestra mirada, siendo entronizado a la “derecha de Dios”. En adelante sus seguidores tendrán que descubrir su oculta presencia en medio del mundo. Será tarea del Espíritu Santo abrirnos los ojos de la fe para que lo veamos con esa otra mirada. He aquí la promesa: “Cuando el Espíritu Santo descienda sobre vosotros, recibiréis fuerza para ser mis testigos…hasta los confines del mundo”. Eso será Pentecostés.

Y luego el compromiso cristiano. La aventura de la Iglesia en el mundo. Quedarse mirando al cielo no es la mejor opción. Habiendo sido Jesús absorbido por las nubes, acogido en el ámbito de lo divino, la tarea de sus seguidores será hacer presente al que parece estar ausente. En nuestras frágiles manos queda la tierra para ser atendida, como “humildes testigos que ofrecen su ser y su vida como mensaje”.

Ascender, ascenso, ascensión. Me suena a alcanzar metas. Un triunfo. Confirmación de que la sed de eternidad que habita en mí será saciada. La esperanza que debe mantener viva mis andanzas. Lo que me hace pensar en mi propia meta. Pero sobre todo en el plan de Dios sobre mí. Lo medito y me pregunto cuál será. El mismo texto pareciera decirme que la meta es el cielo. ¿Por qué, entonces, a veces quiero conformarme con menos?