El milagro de Jericó

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En mis tres viajes a Tierra Santa, en dos de ellos he pasado por Jeri­có, sitio emblemático mencionado en las Sa­gradas Escrituras y lu­gar situado a 250 me­tros bajo el nivel del mar y a siete kilómetros aproximadamente al oeste del río Jordán. El significado de su nombre es desconocido y se le ha llamado: Ciudad de la Luna o Ciudad de las Palmeras. El territorio y la ciudad han vivido variados procesos evolutivos de acuerdo a los diversos momentos de la humanidad, de­mostrados a través de las variadas excavacio­nes arqueológicas que en su ubicación se han hecho.

En Josué 6, se narra  la conquista de Jericó. En tiempos de los profetas había en ella una intensa actividad en esta línea (2Re 2,5). Fue fortificada en tiempos de los Macabeos y en tiempos de Jesús era un im­portante lugar fronte­rizo, con puesto de ­adua­na. Allí Jesús se en­cuentra con Zaqueo (Lc 19,1) y sana a dos ciegos (Mt 20,30).

En mi segundo viaje a Israel, que fue cuando estuve por primera vez en Jericó, desde antes de entrar a la ciudad ya se veía un panorama de­solador, eran los tiempos del resultado de una de las famosas intifadas palestina. En el puesto de control del ejército judío, antes de entrar, se veían en una pared como unos 20 orificios bien simétricos, fruto de las poderosas armas o de Israel o de los pales­tinos. El guía judío se quedó en las afueras. No entró con nosotros, pues era peligroso para él. Nos guiaron los cho­feres árabes y palestinos.

La ciudad se veía abandonada, sucia, la pobreza se veía por do­quier, nuestro destino era el monte llamado de las Tentaciones de Jesús. Llegamos al lu­gar, no subimos, pues el “teleférico” que llegaba has­ta allá estaba dañado o no había electricidad. Comimos en una triste fondita, a la mirada de unos niños famélicos, arapientos, con estoma­titis angular (conocida comúnmente como “bo­quera”), y pedigüeños, los cuales al ver lo poco que le dimos, según ellos, comenzaron a lanzar piedras al autobús. Esa fue la triste imagen que tuve y que quedó en mi mente de aquella ciudad.

Ahora, en mi pasado viaje, que reseñé hace unas semanas, volvimos a Jericó. Tenía en mi ca­beza lo que había visto hace años, pensando que volvería a verlo otra vez, pero ¡vaya sorpresa! Entramos rápidamente, pues ya no hay puesto de control y en su lugar, grandes culti­vos de dátiles. Nuestro guía judío iba con noso­tros, las calles son dife­rentes: muy bien pavimentadas, hay ahora mucho comercio, pre­sencia de las más famo­sas franquicias de comida rápida, las casas pintadas muy bonitas, cons­trucciones por do­quier, la gente bien ves­tida, no se ven niños en las calles, ni arapientos. Los que vi se ven muy sanos y no piden, incluso, a pesar de ser la gen­te de allí religiosamente mu­sulmana, hay una gran escuela católica donde sus hijos van para reci­bir educación elemental pero nada re­ligioso. El teleférico que va al Monte funciona. Cerca del Monte de las Tenta­ciones hay gran­des ne­gocios y mu­cho movimiento, pero lo in­teresante es cómo se ve la gente: alegre y simpá­tica. Al ver esto, le pregunto al guía qué es lo que ha pasado en estos años, y me dice: “Abu­na (que es padre en he­breo antiguo y mo­derno), este es el fruto de la paz”.

En estos años, tanto el gobierno israelí como la Autoridad Palestina de Jericó, se han acercado y han comenzado a trabajar juntos y esto ha traído la paz y el progreso a la localidad, como en parte al Estado de Israel.

Se dice que en todo viaje a Tierra Santa, hay un momento fuerte de percepción espiritual y que uno siente la pre­sencia grande de Dios en algunos de los luga­res santos:

Éste fue mi momento. Y le llamo: el milagro de Jericó.

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