Brújula
Sor Verónica De Sousa, fsp
“La obra humana más bella es ser útil al prójimo”. Esta máxima antigua no está muy de moda. Nuestra sociedad nos entrena para ser exitosos y competitivos. Muchos se incomodan a la hora de realizar esas pequeñas tareas que suelen fatigarnos, pero no hacen brillar. Por ejemplo, nadie desea ser barrendero. Sin embargo, en el trabajo silencioso de estas personas, con frecuencia, no estimadas y hasta despreciadas, se juega el aseo, la belleza y el ornato de la ciudad. Para ellos, la jornada comienza bien tempranito. Ya a las cinco de la mañana, mientras todavía la mayoría se acurruca para aprovechar los últimos momentos de su descanso, ya están, como las hormigas, limpiando la ciudad. Muchos de ellos no tienen ni siquiera lo necesario para hacerlo: el que barre la calle de mi casa tiene que recoger la basura con sus manos, a veces, ayudado de dos trozos de cartón. ¡Cuánta dignidad en ese anciano que, con tanto cariño, me saluda cuando paso a su lado, mientras vamos a misa de mañanita en la Catedral! De forma discreta, callada, con bondadosa paz, dando y dándose siempre en generosa actitud de servicio.
Los barrenderos tienen un trabajo despreciado que tiene algo de sobrenatural. Me explico.
Jesús pasó por el mundo haciendo el bien. Él asumió el trabajo más despreciado de su época: tratar con amor a los marginados, ser padre para ellos, reflejando de esta forma el rostro del Padre Celestial. Podemos establecer una similitud entre Jesús y estas personas que silenciosamente dedican lo mejor del descanso, en condiciones difíciles, para mantener limpia y bonita la ciudad. Entre esas dificultades contemos la edad y sus achaques, la necesidad de trabajar (cuando deberían recibir una pensión digna), no tener implementos de trabajo, uniformes raídos, y la nula cooperación de los conciudadanos.
El Cielo seguramente tendrá unos cuantos santitos de escoba y zafacón. A la cabeza, San Martín de Porres. ¡Quién sabe! Lo cierto es que la santidad no es sino hacer las cosas ordinarias, y con frecuencia, desapercibidas, con un inmenso amor: que refleje el de Dios.
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