Unos de los crímenes más bochornosos, que gravita en nuestra conciencia histórica como pesarosa expresión de intolerancia, lo fue el del padre Arturo Mackinnon, un joven misionero canadiense, de 33 años de edad, perteneciente a la Congregación de los padres Scarboros, en cual llegó al país el 6 de octubre de 1960 y fue asesinado en Monte Plata, donde servía pastoralmente como vicario cooperador, después de haber trabajado durante tres años de intenso trajinar pastoral en San José de Ocoa.
Su asesinato se produjo, aproximadamente entre las 6:30 y 7:00 de la noche, del martes 22 de junio de 1965, en uno de los más difíciles momentos de nuestro devenir político, con un país polarizado y en lucha fratricida.
En un interesante trabajo, publicado entonces en la importante Revista Ahora, el siempre bien recordado Padre Emiliano Tardiff, M.S.C, quien fuera testigo privilegiado de aquellos acontecimientos y conversó con otros, llegando a reconstruir con gran fidelidad lo acontecido, nos dio las claves fundamentales de las razones por las cuales se perpetró el crimen horrendo de aquel meritorio misionero candiense:
“El Padre Arturo era un gran amigo de la juventud y siempre trataba de inculcarles sus profundos anhelos de justicia social y de respeto a la persona humana. Más de una vez protestó enérgicamente en privado y en público contra los atropellos injustificados de ciertos militares contra la juventud indefensa. El Padre Arturo era un valiente y su carácter transpiraba en toda su vida. Sabía tomar posiciones y aborrecía la conducta de los “perros mudos que tienen miedo de ladrar” como dice la Biblia. Siempre actuó según su conciencia y trató de defender a sus feligreses cuando se daba cuenta que eran víctimas de injusticias. Y lo acusaron de “ comunista” y de “ defensor de los rebeldes”.
Según un informe preparado por el Padre Dionisio Ouellette, superior entonces de los Padres Scarboros en la República Dominicana, una semana antes de su muerte, específicamente el 16 de junio de 1965, 37 personas de la Parroquia de Monte Plata fueron hechas prisioneras por el ejército y la policía, lo que mereció la protesta indignada del Padre Arturo, quien se apersonó hasta la fortaleza del Ejército, solicitando se le permitiera poder ver a los presos, petición que le fuera negada.
Al día siguiente, día de Corpus Christi, en protesta por los indicados atropellos, suspendió la procesión del día. Consta, además, de su negativa a plegarse ante las presiones de los jerarcas militares de la zona, quienes exigían se les asignara su cuota de los alimentos de Cáritas, cuyo reparto se realizaba desde la Parroquia, los cuales estaban destinados a socorrer a las familias más pobres de la zona. Junto a un grupo de esposas de los presos, llegó a trasladarse hasta la base aérea de San Isidro, procurando ser recibidos por su comandante, el general Wessin y Wessin, resultando infructuosos tales esfuerzos.
El viernes 18, se trasladó nuevamente con las esposas de los presos hasta la ciudad de Santo Domingo, donde pudieron entrevistarse con un subjefe de las Fuerzas Armadas, quien le prometió la liberación de los mismos, después de la enérgica protesta del Padre Arturo.
Todo lo acontecido después, no fue más que una burda componenda de policías y militares reaccionarios; la articulación de una farsa macabra en la que incluso resultaron victimados, dos de los agentes que se habían mostrado en actitud hostil contra el Padre Arturo y habían proferido amenazas contra él.
El pueblo dominicano tiene una deuda impagable de gratitud con el Padre Arturo Mackinnon, quien no cejó un instante en su radicalidad evangélica a favor de los maltratados y perseguidos; quien con su ejemplar compromiso misionero, unió su destino a nuestra tierra, fecundando con su sangre joven y generosa, sus esperanzas y sueños de redención integral.
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