Hoy, la Iglesia Católica ora así: “Señor, te proclamamos admirable y el sólo Santo entre todos los santos”. Venerando a los santos, la Iglesia proclama la gloria de Dios, “el sólo Santo entre todos los santos,” a quien únicamente dirige su adoración. Como proclama la muchedumbre del libro del Apocalipsis, “la victoria es de nuestro Dios” (7, 2- 14).
Quien venera los santos no les adjudica una nueva iniciativa “independientemente de su vida histórica” (K. Rahner). Venerar los santos es reconocer que el mismo Dios ha propuesto sus vidas como un ejemplo válido para todas las épocas.
Los santos no compiten con Dios. Son mujeres y hombres que han tenido la dicha de vivir lo que Dios les comunica. Dios es amor y lo propio del amor es comunicarse. Así lo entendió Juan en su primera carta (3, 1- 3): “Miren qué amor nos ha tenido el Padre para llamarnos hijos de Dios, pues ¡lo somos!” Dios nos comunica su santidad que es compasión, dicha y paz.
Los cristianos, a veces huimos de aquellas luchas donde se juega la validez de la vida humana, para vivir una vida cómoda. Pero según el Apocalipsis, los santos son los que “vienen de la gran tribulación”. Probablemente el Apocalipsis aludía a los cristianos, asesinados por los soldados de Domiciano (81 – 96) por rehusar adorar la estatua del Emperador.
Quien se coloca en la perspectiva de Dios y de su proyecto, empieza a mirar la vida de otra manera. Eso hizo Jesús (Mateo 5, 1- 12).
Donde sus contemporáneos sólo vieron a gente que lloraba por ser perseguida, Jesús vio a gente dichosa para siempre. En esta sociedad astutamente tramposa, los limpios de corazón “están quedaos”. Pero Jesús les mandó a estar alegres y contentos, porque el fiestón que arma Dios empieza con ellos.
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